China ante el desafío de una globalización no imperial

Entre el imperialismo y una Comunidad de Destino Compartido.

El protagonismo creciente de la República Popular China en el escenario global en general y en América Latina y el Caribe en particular es ya un consenso general en la literatura académica y un dato sobresaliente de la actualidad internacional. Lo hemos trabajado en profundidad en otros artículos de este mismo portal, desde las características y proyecciones de su despegue económico, su primacía en el sector tecnológico o su activo despliegue diplomático.

Sin embargo, las características de dicho protagonismo y los objetivos últimos del despliegue internacional de China son objeto de un ferviente debate académico y político, entre quienes señalan más vehementemente los peligros de una posible proyección imperialista de China y quienes afirman que la reemergencia del país asiático contribuye a la posibilidad de construir un orden internacional más justo y menos desigual.

Los sentimientos de desconfianza y las suspicacias que despierta el nuevo protagonismo chino no son del todo nuevos en Occidente. “China es un gigante dormido. Dejadlo dormir porque, cuando despierte, el mundo se sacudirá” dijo Napoleón Bonaparte en 1816, dejando en evidencia el miedo de los europeos frente a los supuestos peligros de un nuevo “despertar chino”.

Desde Estados Unidos, en los últimos años, también se ha bajado línea en el mismo sentido, acusando a China directamente de imperialista. En febrero de 2018, antes de iniciar una gira por varios países de Latinoamérica, el ex secretario de Estado Rex Tillerson señaló en relación a la creciente presencia de China en nuestro continente, que «América Latina no necesita un nuevo poder imperial” que promueva una “dependencia a largo plazo”. Mas recientemente, en 2023, la generala del Comando Sur, Laura Richardson, afirmó ante el Congreso norteamericano que China “continúa expandiendo su influencia” en América Latina y “manipula” a sus gobiernos mediante “prácticas de inversión depredadoras”.

Frente a ello, nos emergen las preguntas: ¿cómo se dan las dinámicas de relaciones internacionales de China con el resto del mundo? ¿podemos calificar a China como imperialista?

Las preguntas planteadas, si bien responden a interrogantes de carácter teórico, no se agotan allí. Las respuestas que demos a las mismas contribuyen a legitimar, promover y construir diferentes tipos de relaciones bilaterales con el país asiático, de mayor acercamiento o de mayor distancia. Las respuestas que demos a ellas, entonces, tienen impacto directo en la política exterior que pensemos debe sostener nuestro país y nuestra región.

La dinámica imperialista

En su clásica obra «El imperialismo, fase superior del capitalismo» (1916), Lenin señala que el imperialismo surge cuando el capitalismo alcanza un nivel avanzado de concentración de capital y de monopolización de la producción y las finanzas. Cuando se satura la escala nacional de producción y realización del capital, los Estados centrales salen a la caza de nuevos mercados mediante la ocupación directa o indirecta de territorios en el resto del mundo. El imperialismo se caracteriza entonces por una dinámica estructural en la que los países centrales exportan capital y constituyen colonias y semicolonias dependientes, con el fin de explotar recursos naturales y mano de obra barata. De este modo, los Estados imperialistas no solo construyen una estructura económica dependiente en las colonias, sino que también acompañan esta estructura con una arquitectura ideológica y cultural que legitima tal situación. La ocupación y dominio colonial (primero) y semicolonial (después) de América Latina y el Caribe, el reparto del continente africano o la invasión y toma de territorios en Asia (como Hong Kong y Macao) por parte de las potencias imperialistas son una expresión histórica del imperialismo como nueva fase del capitalismo monopolista.

La teoría marxista de la dependencia profundizó los abordajes de Lenin. Sus autores, en líneas generales, sostienen que el imperialismo no es solo una relación de dominación económica entre países desarrollados y subdesarrollados, sino que esta relación implica el montaje de una estructura de dependencia que perpetúa el subdesarrollo de los países periféricos. En este sentido, uno de los debates que se desprende de las teorías del imperialismo es si tal caracterización se refiere a un momento coyuntural o a la promoción de una relación sistémica dentro de la dinámica internacional. Es decir, el imperialismo refiere a una estructura de relaciones internacionales de tipo particular.

Más recientemente, David Harvey, en sus obras “El nuevo imperialismo” (2003) y “Breve historia del neoliberalismo’” (2005) analizó cómo el imperialismo ha evolucionado en la era contemporánea, especialmente en relación con el neoliberalismo y la globalización. Harvey argumenta que el nuevo imperialismo se caracteriza por la acumulación por desposesión, donde los estados y corporaciones globales expropian recursos y bienes comunes a través de mecanismos como la privatización, la mercantilización y el endeudamiento.

La dinámica china

Para acercarnos a la caracterización de la dinámica de las relaciones internacionales promovidas por China, tenemos que partir del sustrato histórico que subyace en la visión de la gobernanza china contemporánea. Cómo se ha constituido históricamente la relación entre China y sus vecinos nos dice mucho de la forma en la que el país asiático construye actualmente sus relaciones internacionales.

En este marco, es interesante recuperar los escritos de Xún Zǐ (荀子) (313-238 a.C.), para analizar la jerarquía entre los Estados. Este autor sostenía que a los estados más poderosos les corresponde una responsabilidad extra para mantener el orden interestatal y afirmaba que el poder del emperador (como representante del Estado) podía manifestarse de tres maneras distintas: la tiranía, la hegemonía y la autoridad humana. La tiranía (暴君, bàojūn) refiere a un estado en el que un gobernante ejerce un control absoluto y opresivo sobre su pueblo, utilizando la fuerza militar, por lo que sostenía que esta forma de poder opresivo era contraria a la naturaleza humana y al orden moral, y que los tiranos eventualmente enfrentarían la desaprobación y la resistencia de sus súbditos. La hegemonía (霸, bà), a diferencia del poder tirano, consiste en mantener un nivel mayor de moralidad a través de la virtud y la justicia (en el sentido de no traicionar a su estado y sus aliados), pero siempre implicaba el dominio o la supremacía de una nación o estado sobre otros.

La autoridad humana (王, wáng), en tanto, es el estadio más alto de poder de un estado, y se caracteriza por tener un fuertísimo poder moral de los gobernantes, en donde el líder cumple con un papel activo en establecer las normas interestatales, generando cambios en el sistema de las relaciones con otros estados. La autoridad debe estar respaldada por un sistema de gobierno justo y eficiente, que promueva el bienestar común y la armonía social.

El concepto de “armonía” (和, hé), en este sentido, se vincula con la idea confuciana de construir un nuevo tipo de relaciones entre Estados que no sea conflictiva, no confrontativa, basada en el reconocimiento de la diversidad que caracteriza a la humanidad (una idea muy distinta a la “universalidad” propuesta por Occidente), el respeto mutuo y la cooperación de beneficio compartido, que promueva la afinidad, sinceridad y tolerancia, y que fomente un sentido de comunidad. La idea de Tiānxià (天下), definido rápidamente como “todo lo que está bajo el cielo”, sostiene que las soluciones a los problemas de la política mundial dependen de un sistema mundial universalmente aceptado y no de la fuerza coercitiva; por otro lado, dicho sistema está justificado en términos políticos si sus acuerdos institucionales benefician a todos los pueblos de todas las naciones; y, por último, dicho sistema funciona si genera armonía entre todas las naciones y las civilizaciones.

De este modo, desde su período dinástico, China fue constituyendo una forma específica de relacionamiento con su vecindario más próximo, a partir de las ideas de virtud, justicia y armonía, en la cual el intercambio comercial tenía un papel destacado en el vínculo con sus Estados y pueblos cercanos. Los viajes de Zhang Qian en el Siglo II a.C. en búsqueda de contactos comerciales y diplomáticos entre China y las civilizaciones de Asia Central, o las exploraciones marítimas de Zheng He entre los años 1405 y 1433 buscando promover nuevas rutas comerciales, son expresiones de la forma en la que la civilización china buscó construir las relaciones con el resto del mundo conocido. 

En este sentido, la vinculación de China con su periferia no solo no estuvo caracterizada por el envío de ejércitos y buques de guerra para someter pueblos y naciones vecinas, ni por la promoción de una “Doctrina Monroe” mediante la cual exigió primacía sobre su región circundante. Por el contrario, construyó una red de murallas de más de 21 mil kilómetros (una extensión más grande que la distancia que separa Tierra del Fuego de Alaska) para defenderse de las constantes agresiones extranjeras sobre su territorio.

De este modo, la interpretación occidental del «Zhong Guo» (中国) (país del centro, el nombre oficial de China en mandarín) omite que la “centralidad” auto atribuida por el país asiático no tiene pretensiones expansionistas ni universalistas, sino que remite a una responsabilidad moral que le corresponde a los grandes Estados de construir un orden armonioso. La idea de China como “centro del mundo” no solo remite a un significado geográfico (en la antigua China, se creía que el país estaba situado en el centro del mundo conocido), sino que tiene a su vez un significado histórico y cultural, en la cual se refiere a China como una civilización con siete mil años de historia que ha ejercido una influencia positiva sobre sus pueblos y naciones cercanas.

Una comunidad de destino compartido

La gobernanza china presentó hace diez años el concepto de “comunidad de destino compartido para la humanidad”, una idea que intenta mostrar la visión actual de China sobre el orden internacional deseable para el mundo. Dicho concepto ha sido incorporado a los Estatutos del Partido Comunista de China, en el cual se sostiene que el impulso de la creación de la comunidad de destino de la humanidad y la construcción de un mundo armonioso caracterizado por la paz duradera y la prosperidad para todos son objetivos prioritarios para la etapa actual de la humanidad.

La idea de “comunidad” recupera la antigua tradición china de la familia como núcleo básico de la sociedad, por lo que entiende que el mundo es una gran familia con capacidad de convivir armónicamente. Las relaciones en el ámbito internacional son concebidas como relaciones de igualdad (no solo jurídica, sino igualdad práctica). La “comunidad” se refiere al conjunto de los estados, pequeños y grandes, que coexisten pacíficamente entre ellos a través de valores comunes inspirados por los países líderes en cuanto responsables del orden internacional, respetándose y ayudándose mutuamente. Dicha “comunidad”, sin embargo, no está constituía solamente por Estados nacionales (una territorialidad sumamente reciente), sino sobre todo por civilizaciones y pueblos que ocasionalmente se organizan en Estados, pero que los trascienden.

Por otro lado, el “destino compartido” señala que, en un mundo interconectado y globalizado, en donde “en lo mío hay algo tuyo y en lo tuyo hay algo mío”, las relaciones deben promover el beneficio mutuo y compartido (cooperación ganar-ganar). Es decir, a nivel internacional, no hay múltiples Estados con destinos independientes unos de otros, sino que existen diferentes actores con un solo destino compartido. Si una potencia promueve la guerra y la confrontación, el orden internacional en su conjunto será inestable y la humanidad no podrá prosperar.

Por último, la idea de “humanidad” tiene una doble connotación. Por un lado, la gobernanza china refiere a la humanidad como una totalidad compuesta por Estados, pueblos y civilizaciones heterogéneas, con capacidad de convivir de forma armónica. Es decir, la “comunidad de destino compartido para la humanidad” es una noción que trasciende las relaciones entre Estados e incorpora la vinculación entre la multiplicidad de pueblos, civilizaciones y creencias que se extienden a lo largo del mundo. Pero, además, la idea de “humanidad” retoma a una concepción “pueblocentrista” del pensamiento chino, que pone al ser humano y su prosperidad material y espiritual en el centro de las políticas gubernamentales. 

Mediante la noción de la “comunidad de destino compartido para la humanidad” la diplomacia china intenta presentar un conjunto de nuevos principios que guíen el orden internacional, y que reemplacen la concepción occidental impuesta luego de la Segunda Guerra Mundial. Estos nuevos principios proponen recuperar el Espíritu de Bandung de 1955, al hacer foco en la paz como método de solución de controversias, el diálogo armónico entre civilizaciones, la cooperación de beneficio mutuo como mecanismo para el desarrollo compartido, la no injerencia en asuntos internos de terceros estados y el respeto por la soberanía y la integridad territorial. Todos estos principios son los que China ha ido impulsando y construyendo en los últimos años, y se alejan fuertemente de cualquier espíritu imperialista.

La mediación china para el restablecimiento del diálogo diplomático entre Irán y Arabia Saudita es un ejemplo claro de este proceso, así como también los 12 puntos del plan de paz propuestos por China para terminar con la guerra en Ucrania. En estos dos sucesos, vemos que la gobernanza china promueve la resolución pacífica de los diferendos, apostando a la consolidación de un mundo multipolar. En estos dos acontecimientos, vemos expresada una nueva concepción sobre la seguridad internacional, que ha sido sistematizada y expuesta internacionalmente por la Organización de Cooperación de Shanghai.

Desde la fundación de la República Popular en 1949, la gobernanza china ha hecho del antiimperialismo una bandera de su política exterior. No sólo no ha llevado adelante una política de expansión colonial o semicolonial agresiva como lo hizo Gran Bretaña desde principios del siglo XV, y no ha llevado adelante políticas injerencistas en otros Estados ni ha construido una red de bases militares por el mundo como lo hizo Estados Unidos, sino que ha impulsado la descolonización de sus territorios ocupados (como en los casos de Hong Kong y Macao) y ha promovido el fin del colonialismo a nivel internacional (por ejemplo, acompañando el reclamo argentino de soberanía sobre las Islas Malvinas o la necesidad de reconocimiento del estado palestino). Ninguna de estas acciones es compatible con un achacamiento de “imperialismo” a la política exterior china.

La decisión de presentarse ante la comunidad internacional como “el país en desarrollo más grande del mundo” también ha sido objeto de una fuerte crítica en occidente. Según gran parte de la prensa y la academia autóctona, esta autoidentificación pretende ocultar el verdadero lugar que ocupa hoy China en el concierto internacional; al ostentar el segundo lugar en el ranking del PBI global, ser el primero o segundo socio comercial de gran parte de los países del mundo  y liderar los estándares de innovación en muchas de las dimensiones claves de la transición tecnológica, esto sería un indicio de que China ha dejado de pertenecer al bando de los países emergentes y en desarrollo para convertirse en una potencia desarrollada. Estos análisis pretenden separar a China del llamado “Sur Global”, y omiten el hecho de que mirar solo el tamaño del PBI de ninguna manera alcanza para identificar a un país como “desarrollado”, ni mucho menos como un país que ha pasado al bando del “Norte Global”.

Por otra parte, en muchos análisis se afirma que China se ha transformado en la principal impulsora de la globalización, lo que sería un indicador de que el país asiático ha dejado de incentivar el desarrollo compartido para sumarse a los bandos de los globalizadores neoliberales. Nada más alejado de la realidad. La globalización, señala la gobernanza china, es una tendencia de la historia y ha sido posible por los avances tecnológicos de los últimos cincuenta años. Pero, asimismo, la diplomacia china señala que es necesario corregir el rumbo de la actual globalización impulsada por Occidente, promoviendo una “globalización incluyente”, que respete las culturas e identidades locales, que respete los modelos de desarrollo nacionales y que promueva relaciones de cooperación mutuamente beneficiosas. De este modo, según la concepción china, es posible pensar una globalización no imperial ni universalista, que sea compatible con la construcción de un mundo multipolar.

Esta globalización incluyente (que también ha sido llamada “globalización con características chinas”) se refuerza a partir de la Iniciativa para la Civilización Global, presentada por el presidente Xi Jinping hace un año, y que plantea no solamente las condiciones previas y los principios básicos para la coexistencia inclusiva, el intercambio y el aprendizaje mutuo entre las civilizaciones del mundo, sino que, también, propone la fuente de la fuerza motriz y el camino pragmático para su realización. En este marco, el diálogo entre civilizaciones se ha convertido gradualmente en un nuevo paradigma en las relaciones internacionales, a través del cual se busca el respeto, la comprensión e incluso la confianza y el reconocimiento entre pueblos, aumentar la tolerancia y la comprensión entre las diferentes civilizaciones, ampliar el consenso, resolver conflictos y promover la estabilidad en el progreso económico y cultural mundial.

De este modo, la gobernanza china ha planteado a lo interno los desafíos de su nueva etapa del desarrollo, proponiéndose como objetivo el cumplimiento del “sueño chino” de revitalización nacional, el cual está guiado por la ética de la prosperidad común. Una ética que pone al ser humano y su bienestar espiritual y material en el centro de las políticas de Estado, y que de ninguna manera (a diferencia del “sueño americano” de los Estados Unidos) reivindica un “destino manifiesto” ni se propone imponerlo al resto de la humanidad.

El caracter perialista y Xìnperialista de la diplomacia china

Más que imperialista, la diplomacia exterior china promueve relaciones exteriores en las cuales el Yì (义) y el Xìn (信) son valores fundamentales. El carácter Yì (义) remite a las ideas confucianas de “justicia”, “rectitud” o “moralidad”, y mandata a los gobernantes a promover la toma de decisiones y realizar acciones éticamente correctas y justas, actuar con sinceridad y transparencia, en base a la lealtad y la fidelidad a los deberes y responsabilidades hacia los demás. A su vez, el Yì hace hincapié en la consistencia con el bien común, buscando no solo el beneficio personal, sino principalmente el bienestar de la comunidad, armonizando los intereses personales con los colectivos. 

El termino Xìn (信), en tanto, es traducido como “confianza”, “fidelidad” u “honestidad”. El Xìn incluye la capacidad de ser digno de confianza y de confiar en los demás de manera justa y razonable, mantener la palabra dada y ser constante en los compromisos y promesas. Por otra parte, el Xin también abarca la honestidad y sinceridad en las acciones y palabras, actuando de manera transparente y sin engaños. El Xìn, en la tradición confuciana, es una virtud esencial y una base para construir relaciones sólidas y armoniosas en las relaciones internacionales.

Estos principios, que están en la base del pensamiento confuciano y que han sido elaborados hace casi 3.000 años, trascienden hasta nuestros días y podemos encontrarlos en el sustrato de la diplomacia china contemporánea.

Prejuicios occidentales y distancias culturales

El ascenso de Oriente como epicentro de los cambios geopolíticos conlleva la necesidad de una profunda desoccidentalización de los análisis académicos y de anteojos culturales con los que frecuentemente analizamos la dinámica internacional. La composición coyuntural de una canasta comercial o la dificultad que se presenta en ocasiones para materializar determinadas inversiones no pueden llevarnos a catalogar a China como imperialista, del mismo modo que claramente lo fueron Gran Bretaña y los Estados Unidos.

Comprender las estrategias llevadas a cabo por la República Popular China, así como también proyectar las características del vínculo bilateral con el país asiático, implica romper con prejuicios y barrer distancias construidas durante siglos. La frase de Napoleón citada al principio de este trabajo está más que presente, consciente o inconscientemente, en el sentido común occidental. El “orientalismo” que conceptualizó Edward Said, mediante el cual las potencias occidentales construyeron y representaron al «Oriente» de manera estereotipada, contribuyó no solo a justificar justamente prácticas imperialistas sino a romper las relaciones de fraternidad entre China y el resto del Sur Global.

La relación bilateral entre China y América Latina y el Caribe aún tiene mucho recorrido por recorrer. Estas distancias, establecidas desde hace siglos, funcionan como muros de contención para la construcción de lazos geopolíticos y estratégicos conjuntos. Comprender las dinámicas internacionales de China es una tarea fundamental en este proceso.

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