Como el perro que pierde el pelo pero no las mañas 

El peligro de un EE.UU. que por razones internas y externas ve escabullir su hegemonía

Como nunca antes, en el siglo XXI Estados Unidos se ve desafiado en su propio continente. El creciente protagonismo de China en la región; el evidente declive del liderazgo de Washington no sólo en América Latina, sino en todo el planeta, y la nueva oleada progresista –con sus más y sus menos: Luis Arce en Bolivia; Lula da Silva en Brasil, Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile y Andrés Manuel López Obrador en México– ha desencadenado un nuevo ciclo de asedio por parte de Tío Sam.

Es ampliamente conocida la importancia que ha tenido siempre, para el poder estadounidense, el dominio efectivo y directo sobre nuestro territorio. Solo basta recordar la claridad con que lo expresó, en los primeros años del siglo XX, uno de sus presidentes, William Howard Taft, justamente en momentos en los que la Casa Blanca estaba tramando apoderarse del canal de Panamá.

“No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá, y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho, como en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente”, declaró Taft. La generala Laura Richardson del Comando Sur no lo podría haber dicho mejor.

Hoy más que nunca, en plena crisis hegemónica y transición del sistema-mundo, EEUU apela a su poder militar y a diversas tácticas de desestabilizadoras para recobrar –o al menos perder lo menos posible– su supremacía. En ese contexto, los principales objetivos estadounidenses son: 

1) Evitar tanto el desarrollo soberano en el interior de los países del continente como la integración latinoamericana y caribeña (ALBA-TCP; UNASUR, CELAC, etc.)

2) Recobrar el dominio total de la región e impedir que repunte un nuevo ciclo progresista regional o un regionalismo más autónomo;

3) Recuperar el monopolio de la extracción y distribución de los abundantes recursos naturales que poseemos y, sobre todo, evitar que los rivales como China los obtengan.

No es casualidad que, para alcanzar los dos primeros objetivos, EE.UU. haya puesto el foco en aquellos países que, en primera oleada progresista del siglo XXI, dieron impulso al antineoliberalismo y la soberanía. Tampoco es casual que los sectores de poder real de esos países  hayan sido cómplices de las políticas desestabilizadores de la Casa Blanca. 

El 31 de agosto de 2016 hubo un golpe parlamentario contra la presidenta de Brasil Dilma Rousseff y, dos años después, sobrevino el arresto (sin pruebas fehacientes) de Lula, cuando faltaban cinco meses para las elecciones presidenciales que lo tenían como ganador. En Argentina, la persecución política contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner abarcó desde un intento de magnicidio hasta el juicio en su contra por presunto desvío de fondos estatales para la obra pública jamás demostrados. En Bolivia, con complicidad de la OEA (manejada por EE.UU.), se gestó un golpe de Estado por un supuesto fraude electoral de Evo Morales. En Ecuador, el ex presidente Rafael Correa fue condenado a 8 años de prisión y proscripto políticamente por 25 años por supuestos sobornos. También en Perú, tras el triunfo del Pedro Castillo, se puso en marcha una maquinaria cívico-militar que llevó al líder campesino a la cárcel. Junto con esos líderes, numerosos funcionarios de sus gobiernos han sido encarcelados, enjuiciados o forzados al exilio.

En el caso de Cuba, Venezuela y Nicaragua, EE.UU. aplicó sanciones económicas, propició golpes blandos y hasta sustentó intentos de magnicidios con el fin de destruir los procesos políticos soberanos, pero no tuvo éxito.

Aunque los presidentes de la década progresista fueron golpeados con ferocidad y toda la maquinaria propagandística se puso en marcha para favorecer la restauración de la dependencia y el neoliberalismo, los gobiernos de derecha no fueron exitosos y debieron enfrentar el enojo popular: Mauricio Macri en Argentina, Jair Bolsonaro en Brasil, Guillermo Lasso en Ecuador, Jeanine Añez en Bolivia… En esta tercera década del siglo XXI quedó claro que no hay espacio para una nueva hegemonía neoliberal y que el poder de presión de EE.UU. está irremediablemente debilitado.

Una máquina de desestabilizar  

En el último quinquenio, nuevos ensayos de dominación política se pusieron en marcha en la región. Uno de ellos es la promoción electoral de grupos de extrema derecha, de defensores a ultranza del neoliberalismo en su versión más salvaje y del alineamiento irrestricto a EE.UU. Los dos países más importantes de Sudamérica, Brasil con Bolsonaro en 2019 y Argentina con Javier Milei en 2023, se sometieron a una obediencia explícitamente vociferada a los dictados de Washington. 

Como hecho novedoso, lejos de disimular la obsecuencia, estos gobiernos proclaman su subordinación a Norte, buscan convencer a sus sociedades sobre las supuestas virtudes de ser sometido y combaten en todos los planos a los enemigos de Estados Unidos (como China), aun en contra de los propios intereses de la nación que gobiernan.

Esta nueva estrategia invierte los valores (ser vasallo es prestigioso); fomenta la violencia y los discursos de odio; transgrede las líneas rojas y desconoce las leyes internacionales. Ecuador –que, como Argentina, es también un laboratorio de ensayos del imperio– es un ejemplo. El nuevo gobierno ecuatoriano de Daniel Noboa no sólo ha transferido la soberanía militar de su país al Pentágono, sino que, al permitir que las fuerzas de seguridad invadan la embajada de México, ha violado (sin dudas, con el aval de Washington) dos de las normas internacionales más importantes: el derecho de asilo y la inviolabilidad de las sedes diplomáticas, estipulado en la Convención de Viena.

Otro ejemplo del laboratorio: las peleas de Milei con los presidentes progresistas de Colombia, Brasil y México o el mencionado atropello de Noboa al pueblo mexicano no son al azar. Como explica el ex embajador argentino en la OEA, Carlos Raimundi, detrás de estos aparentes actos descabellados “hay una racionalidad y una estrategia consistente, calculada con experticia”.

El declive catastrófico

Esta semana, informes internos del deep state estadounidense advirtieron que el país se estaría encaminando hacia un “declive catastrófico”. La Oficina de Evaluación de Redes del Pentágono, responsable de planificar las estrategias militares a largo plazo, encargó al centro de investigación Rand Corporation una serie de estudios para medir la posición de EEUU frente a China y al mundo.

La investigación, a cargo de Michael J. Mazarr, politólogo de la Rand, ex decano de la Escuela de Guerra y principal asistente de presidente del Estado Mayor Conjunto, indica que el país podría entrar en una “espiral descendente” del que pocas potencias se han recuperado alguna vez.

En este primer informe, publicado el pasado 30 de abril como “Las fuentes del renovado dinamismo nacional” (un título optimista que no se condice con el contenido del documento), Mazarr se hace una pregunta clave: “¿Qué ha llevado a la relativa caída de la posición de EE.UU. en el mundo?”. Luego señala factores internos y externos. Los internos, según el politólogo, son los que determinan la irreversibilidad de la caída. “Cuando las grandes potencias han perdido una posición de preeminencia o liderazgo debido a factores internos, rara vez han revertido esta tendencia”.

Según la investigación, el declive se ha acelerado porque la posición competitiva de EE.UU. se ha visto amenazada por los siguientes factores internos:

1) por la desaceleración del crecimiento de la productividad, 

2) el envejecimiento de la población,

3) la polarización del sistema político y 

4) un entorno informativo cada vez más corrupto. 

El documento subraya el tercer punto: la falta de consenso (a menudo extrema), tanto en la sociedad como entre los líderes políticos, no permite encontrar la forma de abordar los problemas y acelera la “espiral descendente”.

En cuanto a los factores externos que ponen en riesgo la hegemonía estadounidense se señalan: el creciente desafío directo de China y la pérdida de poder e influencia sobre las naciones en desarrollo.

Esto se produce en un año electoral, es decir, cuando los desafíos económicos, los conflictos geopolíticos y las pugnas internas se exacerban. Pero Estado Unidos parece ya haber tomado una decisión: o consigue mantener el control y el orden bajo su mando o sembrará el caos.

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