Cuando Europa empezaba en Orly (*)

En la posguerra, en el viejo continente primaba el antifascismo, incluso pagado en sangre.

Cantado por numerosos intérpretes, desde Edith Piaf y Gilbert Bécaud hasta Jacques Brel y Chico Buarque, el aeropuerto de Orly Sud fue durante mucho tiempo la puerta parisina de Europa. Fue utilizada durante decenios por árabes y africanos del sur del Sahel, como también para sudamericanos en exilios obligados o voluntarios. Diseñado por el arquitecto-ingeniero Henri Vicariot (cuyo padre era obrero ferroviario), la actual versión del aeropuerto fue inaugurada por Charles de Gaulle en el año 1961. Por entonces, Orly era el símbolo de la modernidad, tanto por los materiales utilizados, como el aluminio, como por el diseño de avanzada, tan bueno que ha envejecido con dignidad. También lo era Europa, en plena construcción y cuya modernidad quedó escrita en el Tratado de Roma, apenas tres años más viejo que Orly. Con ese texto nació la Comunidad Económica Europea. Pese al nombre, ese mercado común entre Alemania del Oeste, Bélgica, Francia, Italia y Países Bajos era un instrumento material de una política de integración regional. 

Es que la Europa de la segunda posguerra era, sobretodo y antes que nada, una Europa política en sus principios y naturaleza. ¿Quiénes sino políticos firmaron este tratado? El alemán Adenauer había sido el intendente social-cristiano de Colonia, una ciudad del conurbano renanense, militante antinazi y varias veces encarcelado bajo el Tercer Reich. Bélgica estaba representada por Spaak, un socialista que rechazó la rendición belga ante los alemanes y viajó a Londres para establecer un gobierno en el exilio. También socialista, el francés Pineau surge de la CGT francesa, entra en la resistencia y es capturado por los nazis; logra sobrevivir al campo de concentración de Buchenwald. El italiano Benvenuti, que viene del catolicismo social, milita en la clandestinidad durante los años de Mussolini y lucha contra el fascismo en tiempos de la “Liberazione”. Por Luxemburgo fue Bech, un católico conservador que también buscó refugio en Londres durante la guerra antes que colaborar con la potencia ocupante. Los Países Bajos delegaron la representación en Linthorst Homan, más liberal, personaje controversial hasta en Holanda. El liderazgo consiste en conducir lo heterogéneo hacia el Bien Común. 

Por eso el proyecto europeo puede ser social-cristiano o social-demócrata, pero siempre priman las convicciones antifascistas, probadas en los hechos y muchas veces pagadas con sangre. Lo político subordina a lo económico: un mercado común es posible gracias a una política nada común, que logra superar todos los antagonismos producidos por la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, la vocación de la CEE es una apertura a los demás países, aunque de forma reflexiva y ordenada. Es decir: política. Recién en 1973 son aceptados el Reino Unido, Irlanda y Dinamarca. Con parsimonia, España y Portugal entran en 1986, y así llegamos a la Europa de los doce. Una unión aduanera proteccionista, una política agrícola común, con un sistema monetario europeo que regula oferta y demanda de la moneda de cada país, con programas de desarrollo conjuntos, fondos específicos y una misma frontera para la Comunidad.

Así, en el aeropuerto de Orly-Sud los árabes magrebíes, los bereberes, los de Senegal, los de Camerún, los de las Guineas y los demás -que de tan negros parecen azules- sabían que debían hacer la fila de control fronterizo en las casillas reservadas para los pasaportes ajenos a la CEE. Los ciudadanos de la CEE podían pasar rápido, menores en número y más claros de piel. Por cierto, las filas estaban bastante bien indicadas, con la pertinente cartelería. 

En noviembre de 1989 cae el “Muro de Berlín”, que anuncia la caída de la Unión Soviética y el fin del socialismo realmente existente en esa esfera de influencia. Mientras los disidentes de Alemania del Este cantaban “somos el pueblo”, en abierta oposición al sistema de partido único, los alemanes del oeste contestaron “somos un pueblo”. Con un generoso tipo de cambio entre marcos del este por marcos del oeste, terminaba la experiencia comunista en Europa.

Fukuyama proclama el fin de la historia. “El capitalismo ha ganado”, escribe Michel Albert, “el capitalismo no es una ideología sino una práctica”. ¿Acaso puede haber una práctica sin una teoría, aún implícita? Es lo que Albert aborda en su libo “Capitalismo contra capitalismo”, publicado en 1991. Habida cuenta que el capitalismo venció al socialismo, ahora la lucha será entre el capitalismo norteamericano y el capitalismo renano. Son dos visiones que están opuestas en cuanto “al lugar del trabajador en la empresa, al lugar del mercado en la sociedad y al rol del orden legal en la economía internacional”. El capitalismo renano (en alusión al Río Rin) abarca Alemania, Francia, Bélgica, los Países Bajos, Luxemburgo y Suiza. Vaya, ¡casi todos los fundadores de Europa! 

Es que para Albert, Estados Unidos plantea un capitalismo sin propietarios, donde las decisiones los toman los administradores, frente al capitalismo renano, donde las decisiones las tomas los dueños de la empresa. Para los estadounidenses es más importante la bolsa (que sobrevive a las crisis recurrentes gracias a la ayuda del Estado federal), mientras que los renanos prefieren los bancos; aquéllos sobresalen en la especulación financiera, éstos en la producción industrial; en Norteamérica los financistas reemplazan a los ingenieros y los medios de comunicación a los sindicatos; en la Europa renana mandan los ingenieros, cuyos principales interlocutores son los sindicatos. 

“La carrera frenética al beneficio induce comportamientos que van contra la gestión bien entendida. El enriquecimiento sin vergüenza es parte de las amenazas sobre el conjunto del tejido social”, agrega Michel Albert, que cita a Alain Minc, escritor y alto funcionario francés devenido en próspero empresario: “el nuevo capitalismo es financiero, mediatizado y corrupto”. 

Como Alain Minc, soy egresado de la Ecole Nationale d’Administration, en una promoción posterior, claro. Es que tuve la suerte de estudiar siete años en Francia. Al llegar a Orly, de inmediato me ubicaba junto a los árabes, a los negros y a los demás condenados de la tierra. Después de todo, es el lugar correcto para un militante peronista. Los turistas argentinos que bajaban del mismo avión miraban las personas, y por supuesto empezaban a esperar del en la fila de los blancos. Cuando les llegaba el turno frene a la policía francesa, el aduanero les explicaba con gestos a veces bastante explícitos que esta fila era para ciudadanos de la CEE, que fueran por favor a esperar donde les correspondía, ¡por favor! Y eso que estaba bien señalizado. 

Ahora las fronteras de Europa impiden ejercer esas pequeñas revanchas. Conservan una señalización: se las puede reconocer al tapiz de muertos que yacen en el fondo del Mediterráneo, a los racimos humanos que fuerzas las vallas de Melilla (una colonia española), a los infinitos refugiados que prueban suerte por tierra. Cuando llegan pueden ser esclavizados por los locales en trabajos rurales, a menos que sean concentrados en campos o expulsados hacia algún lado. Para una gran parte del electorado y de los dirigentes europeos, esos inmigrantes son el peligro que afrenta Europa. Ah, perdón, olvidé mencionar que tras tres décadas después de 1991 “el futuro ya no es lo que era”, como decía Paul Valéry. ¿Qué pasó? 

(*) Primera parte.

Foto: detalle de «Ángeles sin saberlo», escultura inaugurada por el Papa Francisco en septiembre de 2019 en la Plaza San Pedro del Vaticano, cuando se conmemoró la 105º Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Su autor es el artista canadiense Timothy P. Schmalz.

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