El pánico demócrata y del establishment tras el fiasco de Biden en el debate con Trump.
Como está escrito en la Constitución de Estados Unidos, el primer martes de noviembre cada cuatro años se celebran elecciones presidenciales. A medida que se acercan esas elecciones previstas para el 5 de noviembre, la incertidumbre avanza más y más. Además del presidente, se eligen 435 congresistas de su Cámara de Representantes (diputados) y 33 para el Senado, un tercio del total que se renueva cada 6 años. Asimismo, están en disputa las gobernaciones de once estados: Delaware, Indiana, Missouri, Montana, New Hampshire, North Carolina, North Dakota, Vermont, Utah, Washington y West Virginia.
A la ya reñida elección presidencial que auguran todas las encuestas —aunque como en casi todos los países, suelen ser poco creíbles—, se suma la desafortunada performance del candidato del Partido Demócrata, el presidente Joe Biden, en el debate con el expresidente Donald Trump el último jueves 27 de junio, organizado por CNN en Atlanta, Georgia.
A pesar de recoger apoyos mayoritarios en el establishment financiero, militar y tecnológico de Estados Unidos, Joe Biden ha mostrado, muy explícitamente, su deterioro cognitivo creciente, que no parece sencillo de revertir en un hombre de 81 años como él.
La andanada de críticas a la continuidad de Biden como candidato presidencial estuvo principalmente generada, a partir del día siguiente, por el “fuego amigo” de lo que se presumía eran sus propios partidarios, y tuvo su punto culminante en el ultimátum en forma de artículo periodístico que Thomas Friedman publicó en el New York Times, así como en el editorial de ese mismo diario, entre otros.
La Convención Demócrata prevista para el 19 al 22 de agosto en Chicago, Illinois, los pagos de Barack Obama, parece demasiado lejana para resolver esta incertidumbre.
A Biden, electo abrumadoramente en las primarias del partido inspirado en Thomas Jefferson y James Madison, se lo está conminando a presentar su renuncia admitiendo “incapacidad manifiesta” para el ejercicio de su cargo. Una muestra de crueldad tardía generada en el miedo a la derrota y la pérdida de privilegios y negocios, mucho más que en el supuesto “interés superior de Estados Unidos” que alegan algunos dirigentes demócratas.
La satanización de Trump y su posible triunfo necesitan de parte de los demócratas un responsable que cargue la derrota, y ya han decidido que ese sea Biden, a quien por otro lado pretenden desplazar en un último intento de sobrevivir políticamente. Pero si Biden decide no renunciar, reemplazarlo en la Convención Demócrata sin su consentimiento sería un escándalo que aseguraría la derrota definitiva, aunque este debate irresuelto, generado a bastante distancia del día D del 19 de agosto, consolida la ventaja que ya parece tener Trump, sobre todo después del debate donde estuvo de visitante en la cadena CNN.
Opciones débiles
El presidente puede tener dificultades cognitivas crecientes pero su experiencia de político profesional con 60 años en Washington lo hace saber que solo Michelle Obama sería una candidata competitiva si el decidiera irse a casa. Por el momento, la cónyuge del “negro con espíritu blanco”, como alguna vez lo refiriera Spike Lee, no parece entusiasmada con una idea que muy probablemente la deposite, de todos modos, en una derrota terrible en su primera experiencia como candidata.
Los restantes aspirantes que promocionan su candidatura muleto no parecen remontar una elección que ya parece muy complicada. El denominador común de todos esos nombres, que se citan como eventuales recambios del aspirante a la reelección de 81 años, sonaban ya en 2020, y los unifica su insustancialidad para ser reemplazantes competitivos.
Entre esos candidatos, ignorados por el momento por los pesos pesados del partido —Bill Clinton y Barack Obama—, se anotan la vicepresidenta Kamala Harris, los gobernadores Gavin Newson, de California, JB Pritzker, de Illinois, o la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer. En todos esos intentos se pretende representar el fin de la gerontocracia que también aquella al Partido Republicano, con un Donald Trump muy bien producido, pero rumbo a los 79 años.
Incluso en estos días, y sin quizás darse cuenta, Hillary Clinton, en el marco de la desesperación demócrata, enumeró una serie de medidas que podría tomar Donald Trump si vuelve a la presidencia, que no solo no parecieran perjudicarlo electoralmente, sino que incluso en algunos casos hasta parecen razonables. Hillary, que no aprendió demasiado de Bill a pesar de tantos años juntos, dijo que si Trump ganase en noviembre “será el fin de esta democracia en Estados Unidos, será el fin de Ucrania porque propiciara un acuerdo con Putin y además nos sacará de la OTAN, así como nos sacó del acuerdo para evitar el desarrollo nuclear de Irán”.
Si la “amenaza para el mundo” que, dicen, significa Trump, que por cierto generó bastante menos guerras que Biden, no es “detenida”, lo que no queda claro es cuál será el rol posterior de los apoyos de los demócratas, en el marco de una grieta que ahora es explícita en Estados Unidos. Después de décadas de buena vecindad demócrata republicana representando exactamente los mismos intereses económicos y geopolíticos, o como decía un viejo analista en aquellos tiempos “gane quien gane gobernaran los mismos”, el panic show demócrata es elocuente.
Dos posturas
Que las ideas de Trump no sean mejores que las de Biden no significa que no sean bastante diferentes, lo que ya está palmariamente claro.
Trump no forma parte de la “Élite de Washington”, lo que no implica que sea mejor que Biden, pero le permite decir que no es el responsable de estos últimos años de gobierno y esta posibilidad discursiva es una gran parte de su éxito. A los estadounidenses comunes y corrientes, cuya condición de vida cae en picada desde hace rato, los políticos profesionales les resultan refractarios. El discurso contra “la casta” aunque sea hipócrita y falso, funciona en muchas latitudes ante la frustración de la gente de a pie que necesita culpables ante la falta de soluciones.
Más allá de esto, las diferencias entre Trump y Milei son notorias, aunque la principal coincidencia entre ambos sea la firme vocación de defender los intereses de Estados Unidos.
Mientras la fanaticada de Barack Obama insiste con su pretensión de “Faro Democrático del Mundo” esto no aparece como un tema de interés en Donald Trump, decidido a desglobalizar a Estados Unidos con bastante más experiencia para hacerlo que en su primera presidencia. Por ende, el presunto cierre proteccionista de Estados Unidos no es solo un problema para el establishment demócrata globalizador, sino también para los principales proveedores de manufacturas extranjeras que se venden en el país, en tanto es el mercado más numeroso y de mayor capacidad adquisitiva del mundo.
Donald Trump no es un error de época, representa cabalmente a sectores internos de EE.UU., opuestos a una globalización cuya deslocalización geográfica industrial ha dejado un reguero de nuevos pobres y desempleados, sobre todo en aquellos sectores de baja capacitación, otrora fuente de potencia electoral de los viejos sindicatos demócratas.
Mientras estos hechos se desarrollan, Biden parece ajeno a estas presiones y ha asegurado que sigue adelante, reiterando después del fatídico debate que no se retira, pero no por una actitud de soberbia o terquedad, sino en respeto a quienes lo han elegido. Su candidatura, más allá de que aún no está ratificada por la Convención Demócrata, ha tenido un respaldo abrumador entre los adherentes de su partido. El oriundo de Delaware aún cree que puede impedir que Trump regrese a la Sala Oval. Si decidiera renunciar, su reemplazo correspondería al Comité Nacional Demócrata, lo que le quitaría margen de influencia al propio Biden, pero también a Bill Clinton y Obama.
El ruido que se expande no solo aturde desde la interna demócrata, hay muchas observaciones sobre el sistema electoral estadounidense, con la ausencia de una autoridad federal con competencia electoral y el sospechado “voto por correo” que con antecedentes bastante oscuros ha beneficiado oportunamente tanto a Trump como a Biden pero que hoy despierta enormes sospechas.
Los votantes además no elegirán de modo directo al cuadragésimo sexto presidente de la nación. La elección del presidente de EE. UU. recae en el Colegio Electoral desde hace 233 años. Esa potestad corresponde a los 538 compromisarios o electores, que en nombre del “Pueblo de la Nación” votarán en cada uno de los 50 estados del país y el Distrito de Columbia (Washington, sede de la capital federal).
A esta altura de los hechos, lo más importante de la estrategia de los republicanos es que lograron instalar que los problemas de salud de Biden son un tema electoral clave, lo que los propios demócratas admiten cuando dicen cada vez con menos pudor, que el primer mandatario habría perdido en esa noche de Atlanta la última oportunidad de sumar más electores al padrón, que al no ser el voto obligatorio, necesita que los ciudadanos se entusiasmen y se inscriban, para poder votar en noviembre.
Hoy está extendida la idea de que no hay manera a la vista de evitar fehacientemente el regreso de Trump salvo la intervención divina. Lo único que produciría un reemplazo competitivo del candidato demócrata seria la desaparición física de Biden. La historia de EE.UU. y las de Lincoln y Kennedy generan aún más ruido sobre esta hipótesis descabellada, pero que sin embargo no todos descartan como posible.
Si Biden ya no estuviera, la nominación de un nuevo candidato demócrata será inevitable, con homenaje mediante al jefe de estado “inesperadamente fallecido” a quien el sucesor pondría en el centro de su campaña con la ilusión de que estos hechos inclinen la elección a su favor.
El entorno de Biden debiera preocuparse seriamente por la seguridad del presidente, sobre todo si no decide renunciar, lo que tal vez ponga en riesgo su salud, pero no por causas naturales, para que Dios Salve a América.