G-20, o la imposibilidad de consenso

La reunión de cancilleres en Río escenificó la disputa entre lo caduco y lo que nace.

El G-20 es un foro internacional que se convoca para discutir grandes lineamientos de política económica, comercial y financiera. No es una organización para la toma de decisiones que comprometa jurídicamente a sus integrantes, ya sea en el plano estrictamente político, comercial o militar. 

Integrado por economías grandes y emergentes de todas las regiones del mundo, fue creado en 1999, en el marco de la llamada “Globalización”, como una instancia más para reforzar la agenda y afianzar los intereses de los líderes mundiales del capitalismo financiero trasnacional. 

Un foro como éste, representado por gobiernos de signos muy dispares cuyos cancilleres acaban de reunirse en Río de Janeiro, no puede sustraerse –ni ahora ni en ningún momento- al contexto político mundial. 

Ese contexto puede ofrecer, según la etapa, tres grandes posibilidades. La más difícil de concretarse sería un marco de genuino consenso general sobre la marcha de la economía y el comercio mundial. Esto no registra mayores antecedentes, salvo cuando, a pesar de convivir intereses diversos, sus miembros debatieron sobre la recesión causada por la pandemia y se pronunciaron a favor de declarar, al menos retóricamente, a la vacuna contra el Covid-19  como un bien público mundial.    

Otra posibilidad, la que cuenta con mayores antecedentes, es la de un aparente consenso, pero originado en la hegemonía de un Estado o grupo de Estados dominantes, y, por tal razón, provistos de la capacidad de imponer sus condiciones al resto de los miembros aún en contra de los intereses de estos últimos. 

La tercera, la actual, es un marco de fuerte disputa geopolítica por las áreas de influencia política, militar, comercial y tecnológica, que está re-definiendo los intereses estratégicos de los diferentes actores del sistema-mundo. ¿Cómo podría, ya sea una cumbre de jefes de estado o bien de cancilleres como la de Río de Janeiro, aprobar por consenso definiciones duraderas de alcance global en medio de semejante disputa?

Por eso, ante la imposibilidad de grandes consensos enunciados en un documento final (habrá que ver si tal cosa sucede en la cumbre de líderes de noviembre en Río), lo que incidió sobre el tono de una reunión de cancilleres como esta es ese marco general y el énfasis en algunos temas propuestos por algunos de sus miembros, como la necesidad de la paz.  

A lo largo de su obra, John Ikenberry señala tres causas posibles de la caída de los imperios: el abarcar más de lo que pueden sostener, las fisuras internas o la formación de una gran coalición opositora. Las mismas pueden darse alternativa o convergentemente. Es probable que estemos ante esta última posibilidad, la convergencia de factores para el declive gradual del sistema dominante a expensas de una alternativa emergente. 

El mundo actual nos presenta una serie de situaciones muy particulares, de las cuales destaco tres: la descomunal concentración de la riqueza, ayudada por la velocidad con que se multiplica la ganancia financiera y la consecuente extrema polarización de la sociedad mundial entre ricos y pobres; la catástrofe climática; y la expansión de los conflictos bélicos intra e inter-estatales sostenida por el incremento de los presupuestos militares y el rearme incesante de sus participantes. 

Este escenario confirma la imposibilidad de llegar a una conclusión común al cabo de una reunión que albergó bajo un mismo techo, y obviamente a puertas cerradas, al secretario de Estado de los Estados Unidos con los cancilleres de China y Rusia. ¿Por qué? Porque el clima de la reunión es inescindible de un entorno donde, por un lado, el Presidente de los Estados Unidos brega para que la Cámara de Representantes le apruebe una ayuda militar de cien mil millones de dólares para Ucrania en contra de Rusia, país sancionado por “Occidente”. Y a la vez veta una Resolución a favor del alto al fuego en Gaza en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas mientras Lula, el Presidente del país anfitrión, retira su Embajador en Israel luego de responsabilizar a este último país de un genocidio. 

En esa misma reunión, Josep Borrell, el representante de una Europa desteñida de su identidad histórica, prisionera de la recesión, la inflación y las presiones sociales, y anfitriona de una reciente cumbre de seguridad en Munich que pasó sin pena ni gloria, señaló en una muestra más de mera, inocua e intrascendente retórica, que “el multilateralismo funciona en tiempos de crisis”. 

Las fisuras internas del capitalismo financiero globalizado sostenido por grandes corporaciones y fondos de inversión más que por Estados ya no permite a estos fijar la agenda global ni controlar los eventos internacionales. Así, la conferencia de ultraderecha en las afueras de  Washington de estos días no es precisamente de la simpatía del presidente Biden. Así también, tanto Lula como la mayoría de los países de la Unión Africana, que por su parte acaban de reunirse en Adís Abeba,  cuestionan la eficacia de los organismos internacionales tanto políticos como financieros que han sostenido al sistema en crisis, y abogan por una profunda reforma. El canciller brasileño fue enfático de esa urgencia también en Río.

En Naciones Unidas, una inmensa mayoría de Estados comparte que debe levantarse el bloqueo a Cuba, que el Reino Unido debe dialogar con la Argentina por la soberanía de Malvinas y que debe establecerse el Estado Palestino, y sin embargo nada de eso sucede. Los organismos financieros agobian a los países endeudados debido a la presión de su sponsor principal, que es Estados Unidos, presionado a su vez por los fondos de inversión que sostienen su economía. Y este país, que se ufanó de ser el modelo de la democracia que el mundo debía imitar, está inmerso en niveles de polarización social y rencillas judiciales que involucran a sus principales líderes políticos que buscan ser candidatos presidenciales este año, similares a los de las democracias más imperfectas.  

Es decir, el universo de instituciones que hasta no hace mucho sostenían el sistema mundo hoy ya no cumplen ese cometido. Y el G20 no es ajeno a ese contexto.

Por ejemplo, sus lineamientos en cuanto a la agricultura está sujeto a la guerra entre Rusia y Ucrania, lo cual afecta la provisión y dispara el encarecimiento de granos y fertilizantes en gran parte del planeta. Y en cuanto al resto del comercio, se ve afectado por la conflictividad imperante en la zona del Mar Rojo, así como en el estrecho de Taiwán, el Mar del Sur de la China y el Indo-Pacífico. 

En el sentido absolutamente inverso a lo planteado por el presidente argentino Javier Milei en el Foro de Davos –“lejos de ser una falla del mercado, los grandes monopolios son los mayores benefactores de la humanidad”–,  el sistema organizado bajo el sometimiento a las grandes corporaciones que escapan del control estatal y el híper-individualismo estimulado por las redes sociales son las causas que nos han conducido a esta situación, marcada por el aumento del armamentismo y el narcotráfico, la extrema pobreza y las crisis migratorias, la polarización social y la inestabilidad política. 

El mundo emergente, basado en la aplicación de reglas por parte del Estado frente a los abusos del mercado, la búsqueda de una mayor armonía en la relación entre la sociedad y la autoridad, y el establecimiento de valores de mutua cooperación, como propone China frente a la competencia desenfrenada y desregulada, es quien ofrece mejores condiciones para la estabilidad política, el intercambio de bienes y servicios y la morigeración de los conflictos. 

Esos son los modelos en disputa, en el G20 y en el mundo.   

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