Las causas sociales que empujaron al cambio de régimen en Siria y qué puede suceder.
Por Andrés Ruggeri (*)
La repentina caída del gobierno de Bashar Al Assad, tras una ofensiva que en solo diez días provocó el colapso de un régimen de medio siglo y que había sobrellevado situaciones mucho más complejas en los trece años previos de guerra civil, sigue dando lugar a diferentes interpretaciones. La crisis, ni más ni menos que la reconfiguración de un proyecto de Estado y de nación en una de las regiones más conflictivas del planeta, sigue lejos de resolverse a pesar de los esfuerzos por mostrar una suerte de milagro democrático.
La interesada visión de que la caída de Assad dio lugar a una nueva Siria democrática y tolerante se da de cabeza con las denuncias crecientes de persecuciones a las minorías religiosas, a ex partidarios del gobierno depuesto, ejecuciones sumarias y censura en planes de estudio en escuelas y universidades. Al lado de esto, parecen ingenuas situaciones como la vivida hace días por la ministra de relaciones exteriores de Alemania, Annalena Baerbok, que sufrió el desaire de ser tratada por el nuevo hombre fuerte sirio, Ahmed Al Sharaa (conocido también como Mohamed Al Golani), con el trato (en sus términos, respetuoso) dado por los musulmanes integristas a las mujeres: la recibió sin darle la mano y casi sin mirarla, y en los comunicados oficiales, las fotos de rigor de una recepción democrática difuminaban la figura de la alemana. Por supuesto, eso fue una sorpresa solo para los desinformados, y seguramente la ministra europea no estaba entre estos: lo extraño hubiera sido que la recibiera de otra forma, dado que el líder del Hayat Tahrir al Sham (HTS, sigla en árabe de la Organización para la Liberación del Levante) es un antiguo yihadista devenido en político para la ocasión. Lo preocupante es lo que hay detrás, un proyecto que reemplaza la Siria laica y panarabista del partido Baath y los Assad (aunque despótica) por un régimen islamista estricto. Las señales abundan para quien quiera verlo.
Entonces, ¿qué pasó en Siria? Los análisis que circulan en diferentes medios se articulan alrededor de dos claves, el fin de un régimen autoritario y el surgimiento de una nueva Siria, por un lado, y el entramado geopolítico en el que las distintas potencias regionales y mundiales jugaron sus bazas, con sus ganadores y perdedores. Una lectura de largo plazo que contemple el desarrollo, apogeo y caída del nacionalismo árabe como intento de construcción de un Estado Nacional no confesional, suma una tercera línea de análisis, que ensayaremos en este texto.
Abordaremos brevemente la lectura geopolítica, dado que se lleva el grueso de la atención. Allí, aparecen hechos nada desdeñables como el rol de las diferentes potencias en la situación siria, con sus ganadores y perdedores, en especial los Estados Unidos, Turquía, Rusia, Irán y el “eje de la resistencia” contra el avance de Israel y, por supuesto, este último país y su guerra sin cuartel contra los palestinos y por un “gran Israel”. También aparece vinculada a este difícil equilibrio la cuestión kurda, en que también aparece claramente el problema del Estado Nación y su conflicto alrededor de las autonomías y, especialmente, el modelo de sociedad. Si hay un actor que se ve más amenazado con el nuevo régimen (y su firme alianza con Turquía), es justamente el proyecto del confederalismo democrático kurdo del noreste sirio, moviéndose en un equilibrio delicado que puede llevar a una integración real (si resultara correcta la hipótesis de la democratización) o a una nueva y quizá aún más cruenta fase de la guerra. Todos estos, factores de peso para analizar lo sucedido y el futuro de la región.
La lectura geopolítica, insoslayable, suele ignorar o desdeñar qué es lo que pasó al interior de la sociedad siria, que aparece casi como un convidado de piedra en el juego de los poderes internacionales. Desde ese punto de vista, surgen básicamente dos interrogantes: ¿por qué se derrumbó en menos de dos semanas un gobierno que nadie calificaba hasta ese momento de débil, habiendo logrado sobrevivir a la “primavera árabe” que había arrasado con los gobiernos de Túnez, Egipto y Libia y resistido y prácticamente ganado la guerra civil subsecuente? ¿Solo se explica por las dificultades de Rusia e Irán, el debilitamiento de Hezbollah o las operaciones de Turquía e Israel o hubo, como es imaginable, otros factores internos de peso? Y, por otro lado, ¿qué implicancias tiene para Siria y la región la derrota de un gobierno que se ha caracterizado, con razón, como una dinastía familiar, pero que también representaba un proyecto político de más amplia profundidad histórica? Nos referimos al proceso de construcción de un Estado nación basado en dos ideas fuerza, el panarabismo y el secularismo, representadas desde el principio en el ideario del viejo partido Baath. En ese sentido, también se puede pensar que, además de las importantes consecuencias geopolíticas, lo que se derrumbó en Siria no fue solo un régimen político desgastado y cuestionado sino, junto con él, la última expresión del proyecto del nacionalismo árabe de un Estado Nación construido sobre una base laica y panarábica, los últimos restos, casi irreconocibles, de la llamada “era de Bandung”.
La caída
Hay un hecho claramente constatable en la caída de Assad, y es que no se trató de una derrota militar, sino de una hecatombe política. El mismo ejército que había resistido trece años de guerra civil y sobrepasado situaciones de gran complejidad, tanto con ayuda de aliados como en solitario en los primeros momentos de la guerra civil, se desplomó casi sin resistencia ante un enemigo muy inferior en número y equipamiento. La ofensiva de los insurgentes islamistas fue, en la práctica, un paseo militar, que avanzaba mientras las fuerzas gubernamentales abandonaba sus posiciones, solo molestado por algunos bombardeos de la aviación rusa. A tal punto fue así que, con la impunidad que es permitida al Estado de Israel, sus fuerzas armadas aprovecharon la ocasión para bombardear libremente depósitos de armamento, instalaciones tecnológicas y bases militares sirias sin resistencia alguna, porque habían sido abandonadas, incluso en zonas donde las milicias islamistas no habían llegado.
La explicación de este colapso que más circuló en estos días de estupor es la “geopolítica”, según la cual la quita de apoyo o el debilitamiento de los sostenes internacionales de Assad dejó expuesto a un ejército de reclutas que no tenía realmente voluntad de combatir y dependía del Hezbollah, la Guardia Revolucionaria iraní y la fuerza aérea rusa. Evidentemente, esos apoyos estaban en problemas debido a sus propias y urgentes prioridades, pero la soledad del régimen no era una situación novedosa. En los primeros tiempos de la guerra civil, el gobierno de Assad se sostuvo a duras penas, pero logró sobreponerse casi sin aliados, hasta que la intervención rusa y el cada vez mayor compromiso iraní permitieron que el Ejército Árabe Sirio lograra cada vez mayor control territorial y la amenaza del ISIS empezara a menguar gracias a la heroica resistencia kurda en Kobane. Si es por contexto, es probable que esos primeros años en que la “primavera árabe” parecía irresistible y ya se había cargado los gobiernos –bastante diversos entre sí– de Túnez, Egipto y Libia, fueran más críticos que el momento actual.
Quizá la clave haya que buscarla en declaraciones recientes del canciller ruso Serguéi Lávrov, quien sostuvo a fin de diciembre de 2024 para la agencia TASS que Bashar Al Assad no logró sostenerse porque no pudo resolver “los problemas sociales”. Estas palabras ponen el foco en factores internos: un régimen (entendiendo régimen no en el sentido peyorativo que usan los medios occidentales para calificar cualquier gobierno que no responde a sus intereses, sino como un sistema político y económico que se expresa en una forma particular de Estado) puede ser destruido por su debilidad militar y económica frente a factores externos, pero si se desmorona sin resistencia, estamos en presencia de una pérdida de legitimidad frente a su propia sociedad, una ruptura de su hegemonía política que lo vuelve vulnerable a presiones y amenazas que antes podía enfrentar. De hecho, el régimen baasista (para referirnos con propiedad al gobierno de Assad), que había llegado al poder en Siria a mediados de los años ‘50s del siglo pasado, atravesó sucesivas crisis de profundidad no desdeñable, pero su colapso no fue ni en la derrota con Israel de 1967, ni en la rebelión de los Hermanos Musulmanes de 1982, ni en la “primavera árabe” de 2011, fue el 8 de diciembre de 2024. Habrá que explorar los factores internos, con la dificultad que eso implica desde fuera de Siria y con tanta diputa de sentido abierta, para intentar entender lo que realmente sucedió. Y si hay un colapso de régimen político y social, también hay que ampliar la mirada hacia qué proyecto fue derrotado, para tratar de entrever cuál es el que lo reemplaza o pretende hacerlo.
Autoritarismo vs democracia
El otro eje explicativo repetido es el que, al caracterizar al gobierno de Assad como un régimen dictatorial, violador a mansalva de los derechos humanos y responsable único de los desastres de la guerra civil, su mera caída puede interpretarse como una “revolución democrática”. Esto justifica las expectativas de que los islamistas triunfantes establezcan un régimen “moderado” y tolerante con las minorías (alauitas, cristianos, chiitas, drusos, kurdos, etc.). Evidentemente, Al Sharaa, que no asumió ningún cargo formal pero es nombrado como “nueva autoridad” del país, cambió el uniforme de yihadista por el saco y la corbata y recibe a delegaciones internacionales de alto nivel, trata por todos los medios de mostrar que la nueva Siria va a tener esas características. Si lo consigue, Occidente puede apoyar sin mucho cuestionamiento al nuevo régimen (lo que trae aparejado retirar la calificación de organización terrorista al HTS y derogar las sanciones contra la Siria de los Assad que condicionan cualquier recuperación económica) y, por supuesto, aprovechar las “oportunidades de negocios” que ofrece, aunque consolide en los hechos la partición territorial de Siria, ocupada al norte por Turquía y al sur por Israel, más la aún no zanjada cuestión de la zona de autonomía kurda. Una última y no desdeñable ventaja es que permitiría mandar de vuelta a los molestos refugiados que por millones fluyeron hacia Europa y obsesionan a la derecha europea.
Es bastante dudoso no solo que el nuevo poder sirio tenga esas intenciones democráticas a mediano plazo, sino incluso de que algo de eso esté pasando ahora. Los informes y denuncias sobre persecuciones, torturas y asesinatos crecen todos los días. La propia historia personal de Al Sharaa (con trayectoria en el ISIS, Al Qaeda y sus sucesivas fracciones) o del flamante ministro de Justicia de la nueva Siria, Shadi Al Wasi (que en filmaciones de hace casi una década aparece ejecutando personalmente a mujeres denunciadas por adúlteras), no contribuyen mucho a pensar que hayan cambiado tan profundamente.
El gobierno de Assad no tenía, ciertamente, buenas credenciales en el respeto a los derechos humanos. Especialmente la represión a la oposición política (entendiendo como tal también al islam político que representan las organizaciones como el HTS) fue especialmente dura y cruel, generando un verdadero aparato de terror estatal para asegurar la continuidad en el poder. Ese aparato, que se expandió y adquirió dimensiones enormes durante la guerra civil y es el responsable de la primera represión a las protestas iniciales en 2011, se disgregó con la caída del régimen. Pero, sin embargo, no se trató de una dictadura confesional o étnica (por más que la minoría alauita fuera el núcleo del aparato dirigente, el gobierno de los Assad no era un gobierno alauita que se imponía sobre una mayoría sunita), sino un Estado laico basado en la identidad árabe. Una activista citada por el medio español El Salto constata que, a pesar de la alegría por la caída de Assad, derechos antes asegurados, básicamente libertad de cultos en un Estado laico y derechos básicos de las mujeres, estaban en riesgo de perderse. Las ilusiones sobre una nueva Siria democrática y tolerante parecen solo eso, ilusiones a ser instaladas para justificar el reemplazo de un régimen autoritario por otro, en que la característica principal de la forma estatal pasa de ser un Estado laico a uno confesional sunita. Como afirmó el ya fallecido economista egipcio Samir Amin, “en el mundo árabe no existe el Estado democrático, solo hay Estados autocráticos”. Nada de eso, por más que lo blanqueen los analistas y políticos occidentales, parece haber cambiado, solo el signo del autoritarismo.
El fin del final de la “era de Bandung”
Nuevamente, vamos a recurrir a Samir Amin para pensar en términos del largo final de la “era de Bandung” y, en particular, del agotamiento y agonía de los nacionalismos árabes. El punto de partida de este proceso quedó simbolizado en la conferencia de Bandung, Indonesia, 1955, que significó la irrupción en la política mundial, en plena guerra fría, de los nuevos Estados surgidos de la debacle de los imperios coloniales europeos después de la Segunda Guerra Mundial, origen del posterior movimiento de países No Alineados.
En el mundo árabe, con la figura descollante del egipcio Gamal Abdul Nasser, esto significó la aparición de movimientos políticos que planteaban el panarabismo y la construcción de fuertes Estados nacionales que lo llevaran a la práctica, con formulaciones socialistas, a veces vagas, a veces explicitas. Entre los más destacados estaba el partido Baath o Partido Árabe Socialista, fundado en 1947 por un intelectual de origen cristiano, Michel Afliq. El Baath planteaba la construcción de un Estado secular y parte de una unidad de las naciones árabes, que intentó llevar adelante incluso con el breve experimento de la República Árabe Unida que integró entre 1958 y 1961 al Egipto de Nasser con la Siria baasista. La idea panárabe es importante porque, más allá de las dificultades prácticas de su realización, pone el acento en la cultura común en lugar de la religión. Ser árabe incluye a las minorías no islámicas y las distintas versiones del Islam y excluye a pueblos no árabes como los turcos, los kurdos o los persas. En oposición, la idea del islam político tiene como universo a los países de religión musulmana y la imposición de la ley islámica incluso a quienes no profesan esa religión. Se trata de una diferencia fundamental y, en última instancia, son los conceptos básicos que se enfrentaron en la guerra civil siria, con la excepción notable del confederalismo democrático de la izquierda kurda.
El partido Baath siempre se propuso, además, como un movimiento policlasista y constructor de un Estado fuerte e interventor en la economía, que llegó a gobernar por una combinación de triunfos electorales y golpes de estado de distintas fracciones militares, y que, en ocasiones en alianza con la izquierda, apuntó a sostener el desarrollo industrial con la renta agraria, algo que nos es familiar como propuesta política, y a la alianza con la Unión Soviética en política exterior, para contrarrestar el apoyo occidental al cada vez más amenazador Israel.
Las líneas generales de este proyecto político no cambiaron demasiado con el golpe de estado que llevó al poder a Hafez Al Assad en 1970. El padre de Bashar logró una estabilidad política de treinta años basada en un esquema de poder represivo y centralizado, con la propiedad estatal como motor económico. Logró sobrevivir a rebeliones cruentas, guerras no muy exitosas y la caída del mayor aliado externo, la URSS. Al sucederlo Bashar, una serie de reformas de cuño neoliberal aproximaron al país a Occidente, pero el régimen político se endureció. La dinastía Assad es, entonces, una prolongación y una deformación del proyecto baasista. Su enfrentamiento con el islam político es claro e, incluso si perdió su carácter profundamente ideológico, es fruto de un proceso político histórico y no solo una expresión del autoritarismo o despotismo del “régimen”.
Es ese modelo de Estado secular el que la activista que celebraba la caída de Bashar Al Assad estaba empezando a extrañar. Ese Estado nación que los nacionalismos árabes intentaron construir, con mayor o menor radicalidad, desde los años 50, con el impulso de Bandung, y que poco a poco fue siendo derrotado tanto política como militarmente, con el concurso inestimable de los Estados Unidos creando monstruos que, en algún momento, se salen de control, y de la agresividad permanente del Estado segregacionista (y ahora genocida) de Israel.
La pérdida del apoyo social
Volviendo a las razones del desmoronamiento del régimen, está claro que el desgaste de una guerra civil implacable e interminable jugó su papel. Ese desgaste no fue solo por la guerra y la violencia, sino por el enorme deterioro de las condiciones de vida de la población. Millones de desplazados y olas de refugiados hacia los países vecinos (en especial Líbano y Turquía) y Europa, destrucción casi total de la infraestructura del país, niveles de pobreza de alrededor del 90%, no son fáciles de tolerar eternamente. Bashar no logró detener ni cambiar la pérdida de las condiciones de vida que le daban legitimidad al régimen construido por el partido Baath durante medio siglo.
El rol de las sanciones económicas lanzadas por los Estados Unidos, no por repetitivo y predecible, deja de ser efectivo. En el caso de Siria, fue Barak Obama quien estableció un esquema brutal de sanciones que hicieron prácticamente imposible mantener intercambios comerciales o financieros con Siria, que se volvió cada vez más dependiente de los recursos de los aliados. Cuando estos aliados entraron en sus propios problemas, como es el caso más notorio de Rusia con Ucrania, la dificultad se volvió aún mayor. Para colmo, la fuente mayor de divisas producto de la exportación de petróleo y gas quedaron en la zona ocupada por EE.UU. y los kurdos, contribuyendo a la asfixia económica. La esperanza de la lucha que ciertamente dio el ejército sirio en la recuperación del proyecto de país y de la economía, se fue desvaneciendo.
Según los investigadores Karam Shaar y Steven Heydemann, la alternativa que generó el núcleo de confianza de Bashar Al Assad para esquivar las sanciones fue la creación de un entramado empresario paralelo al oficial. Una suerte de “patria contratista” que, en cabeza de empresarios amigos, generara una estructura de negocios que permitiera canalizar inversiones, movilizar recursos y desarrollar comercio exterior sin ser alcanzados por las medidas punitivas de los organismos internacionales y los países hostiles de occidente. Este entramado cayó rápidamente en la corrupción y la ostentación, y algunos escándalos mostraron a la población un nivel de lujo y prebendas que alcanzaba a la familia presidencial (uno de los casos más notables fue con un primo de Assad) que contrastaba con las desastrosas condiciones de vida del grueso de la población en un país en ruinas. La relativa estabilidad que, debido a treguas y acuerdos que, sin haber reunificado el territorio bajo control estatal, habían tranquilizado los frentes, no fue acompañada por una recuperación del nivel de vida de la población. Esa decepción contrastaba con el lujo y la riqueza desvergonzada de los capitalistas amigos del poder.
En ese panorama, la reanudación repentina y feroz de la guerra civil con la ofensiva del HTS a fines de noviembre encontró a un Estado sirio agotado, debilitado y dependiendo de aliados en crisis y un ejército de reclutas que, esta vez, sintió que no había nada por lo que luchar.
Quizá debamos pensar que, en el contexto geopolítico cada vez más beligerante y cínico del siglo XXI, el destino de Siria sea análogo al del Afganistán de los talibanes, que siguen siendo los mismos de siempre, pero ya no preocupan (tampoco el destino de las mujeres afganas), no expanden terroristas y molestan a los iraníes. Una Siria islamista pero desarmada, no hostil a Israel (que se aseguró impunemente de destruir toda la capacidad militar del antiguo ejército sirio) y Occidente y capaz de reabsorber (quiera o no) a los migrantes que van a ser rápidamente expulsados de Europa con el pretexto de que ya no hay guerra, y en la que se pueda hacer negocios extractivos a bajo costo, es mejor que un “régimen” de alianzas poco confiables. Si ese es el futuro que se le reserva a Siria, las perspectivas no son buenas, y es bastante probable que en vez de estar frente al fin de la guerra civil estemos frente al comienzo de un nuevo y largo período de guerra más o menos larvada, más o menos abierta, no solo ni principalmente con los remanentes del baasismo que intenten organizar alguna resistencia tardía, sino con la única alternativa que propone un régimen democrático, la región autónoma kurda de Rojava y que, cada día un poco más, empieza a quedar cara a cara con las milicias apoyadas y dirigidas por Turquía y, cuando deba dejar de disimular, con el propio gobierno islamista que se entronizó en Damasco.

(*) Andrés Ruggeri es antropólogo social de la Universidad de Buenos Aires y director desde 2002 del Programa Facultad Abierta, un equipo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA que apoya, asesora e investiga las empresas y fábricas recuperadas por los trabajadores. Profesor Adjunto de la carrera de Relaciones del Trabajo de la Universidad Nacional Arturo Jauretche y profesor de Teorías de la Economía Social en la Especialización en Economía Social de la Universidad Nacional de Lanús. Es autor y coautor de varios libros y artículos, entre ellos “¿Qué son las empresas recuperadas?” (Peña Lillo Continente,2014), “Autogestión y revolución, de las primeras cooperativas a Petrogrado y Barcelona” (Callao, 2018) y “América en bicicleta, del Plata a La Habana” (Colihue, 2001). Desde 2007 coordina el Encuentro Internacional “Economía de los Trabajadores”.