Cuando la retórica antiinmigrantes sale del nicho de la ultraderecha.
Eran esas filmaciones de agencia que salían en todos los noticieros. Un padre sirio aupando a su hijo para pasar el alambre de espinos; una patrulla de guardias húngaros con ovejeros alemanes vigilando la frontera con Serbia… No creo haber sido el único padre europeo que en agosto de 2015 deseó que aquellos perros nunca encontraran a nadie. Tampoco creo haber sido el único español en imaginar un mundo, tan aterrador como posible, donde las sequías del cambio climático obliguen a muchos europeos del sur a revivir la odisea de la emigración.
El verano boreal de 2015 representó para muchos ciudadanos de Europa occidental el despertar a la migración como problema, una perspectiva que desde entonces no ha dejado de ganar relevancia. La dimisión el año pasado del gobierno neerlandés de Mark Rutte por su política de gestión de refugiados, o la crisis que en diciembre ha generado el endurecimiento de las leyes de inmigración en el gobierno de Emmanuel Macron son solo los dos últimos ejemplos.
La gestión de la inmigración también será el gran tema en las elecciones al parlamento de la Unión Europea en junio, para las que se prevé un ascenso notable de las formaciones ultras; y de las elecciones que tres estados del oriente alemán celebrarán en octubre, con el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) liderando los sondeos de intención de voto.
En todos los casos, la tendencia ha sido hacia el endurecimiento del discurso y de las leyes antiinmigración. El leitmotiv de los partidos ultra se encuentra cada vez más en las formaciones conservadoras tradicionales y ya se está viendo hasta en partidos que se dicen de izquierdas, como el recién creado Razón y Justicia de la alemana Sahra Wagenknecht. Pero aún más llamativa que esa contradicción dentro del supuesto progresismo europeo es la distinción entre discurso y práctica.
Europa occidental tiene en común con Japón unas tasas de natalidad insuficientes para pagar las pensiones y atención sanitaria de los mayores, por no hablar de las profesiones clave que necesitará para sostener el andamiaje social y económico. De acuerdo con los datos de Eurostat, la agencia oficial de estadísticas, la Unión Europea llegará en 2026 a su máximo de habitantes para empezar a decrecer a partir de entonces, con cada vez más ancianos jubilados y menos jóvenes en activo.
Como dice Parag Khanna, especialista en geopolítica y autor del libro sobre migraciones Move: How Mass Migration Will Reshape the World (Weidenfeld & Nicolson, 2021), en capitales como Londres y Berlín ya se han dado cuenta y están atrayendo a jóvenes de otras partes del mundo. En una entrevista con el periodista de The Financial Times Gideon Rachman, Khanna puso como ejemplo las publicidades que el gobierno alemán está pagando en Manila para captar a enfermeras filipinas. O la facilidad con que los profesionales recién graduados de la India pueden buscar trabajo en el Reino Unido ahora. “Es mucho más fácil ahora que antes del Brexit”, dice Khanna. “A un estudiante indio le basta con mostrar su certificado de graduación para ingresar al Reino Unido, ya no hace falta demostrar una prueba de empleo, como antes”.
Las cifras le dan la razón. Los inmigrantes que llegan de manera irregular solo representan una pequeña fracción del total. “En 2022, la UE emitió casi 3,4 millones de permisos de residencia, un número que superó los 2,9 millones de permisos entregados en 2021”, dice Eurostat en su página Web.
¿Por qué entonces esta obsesión de los políticos en mostrar a la inmigración como un problema? ¿Por qué el mismo Partido Conservador que facilita la llegada al Reino Unido de profesionales de otros países (sin darle ninguna publicidad a la política) es el que hace gala de una crueldad excepcional con los solicitantes de asilo, metiéndolos en pseudo prisiones flotantes o tratando de enviarlos a Ruanda? Por más que los solicitantes de refugio no tengan las calificaciones que mejor le vengan a la Unión Europea, no dejan de ser una pequeña parte del total de los que llegan. Además de las razones más elementales de humanidad y decencia, hay un argumento utilitarista por el sostenimiento del aparato económico que ningún partido parece estar haciendo.
Una respuesta clásica es el uso de los inmigrantes como chivo expiatorio. Hablar de ellos y no del malestar que en países como Francia haya menos doctores ahora que en 2012, o que 30% de la población carezca de un acceso adecuado a los servicios sanitarios. O que en España hubiera el año pasado más de 700.000 personas en la lista de espera para una cirugía. O que según el último informe PISA los niños de familias que forman parte de 25% con menos ingresos tengan 3,7 veces más probabilidades de repetir curso que los de 25% con mayor renta del país.
Más fácil que eso es vincular a la inmigración con la delincuencia diciendo que “no actuar contra los delincuentes multirreincidentes” pone en peligro la convivencia, el argumento que ha usado el independentista Jordi Turull (Junts) para justificar el pedido de su partido a Madrid para que le delegue las competencias en migración. O Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la comunidad de Madrid, diciendo sin datos que lo sustente que “se están investigando agresiones sexuales a mujeres del municipio” tras la llegada de migrantes a Alcalá de Henares.
“No debería haber ningún barrio en el que los nativos estén en minoría”, dijo en 2021 Sahra Wagenknecht durante una entrevista. Su propuesta de “izquierda conservadora”, como la llama el politólogo neerlandés Cas Mudde, combina medidas progresistas en política económica con retórica antiinmigrante. Un rasgo que la acerca a la francesa Marine Le Pen, que también propone medidas de justicia social; y la aleja del español Santiago Abascal, cuyo partido Vox es ultraconservador en lo cultural y ultraliberal en lo económico.
Wagenknecht estrena su nueva formación política con dos pruebas electorales: las legislativas europeas (junio) y las elecciones en tres estados del este alemán (octubre). Abrevar en la retórica antiinmigrantes, como están haciendo Macron y Wagenknecht, solo ha servido hasta ahora para legitimar a la extrema derecha, pero hay quien dice que la alemana podría cosechar un buen resultado debido al desgaste de la actual coalición tripartita en el gobierno de Olaf Scholz (socialistas-verdes-liberales) y a la popularidad de las ideas de AfD. Más allá del resultado electoral de fines de enero en elecciones regionales, donde no le fue bien a los neonazis, parece difícil alegrarse.