Más que peleas entre Estados, asoma una disputa entre sistemas de representatividad
Aun con toda la importancia que tiene la disputa por el liderazgo militar, tecnológico, político o financiero entre los Estados Unidos y China, lo que está en juego es algo aún mayor.
Dentro del eje nor-atlántico como expresión del capitalismo globalizado, los gobiernos desempeñan un papel cada vez más subordinado a los intereses de los grandes monopolios tras-nacionalizados. El costo que obra en los registros electorales de las dos últimos comicios de los Estados Unidos, 2020 y 2022, asciende –y téngase en cuenta que hablamos sólo de los montos declarados– a 14.400 millones de dólares para cada uno de ellos.
De este dato derivan inevitablemente algunos interrogantes. ¿Puede decirse, a partir de estos valores, que estamos ante una democracia popular? ¿Cualquier ciudadano o ciudadana de a pie está en condiciones de involucrarse en el sistema? Y en caso de que lo estuviera, ¿una vez en el ejercicio de la representación, tendría margen para defender otros intereses que no sean los de los grupos que financiaron su candidatura? ¿No estamos más bien frente a un sistema de inversiones económicas de grupos privados antes que de representación ciudadana? ¿No son esos candidatos piezas de engranaje de una maquinaria de poder privado antes que mandatarios del interés general?
La propaganda occidental encumbra a los Estados Unidos como el paradigma de la democracia, y es en ese marco que asocia a las grandes redes y plataformas digitales con la democratización absoluta de la comunicación. Las llamadas industrias culturales de Occidente han instalado la idea de que somos libres dentro de las redes (anti) sociales, de que allí no hay jerarquías ni estamos sometidos a grandes requisitos. En esa misma línea, hacer pública nuestra vida privada y exteriorizar nuestras preferencias nos confiere un cierto protagonismo que, paradójicamente, es similar al de millones y millones de usuarios de la misma condición. Cuando en verdad, estamos entregando todos nuestros datos –hasta los más íntimos– a los grandes servidores, que los utilizan para que los algoritmos que ellos manejan armen un perfil acabado de nuestros deseos, gustos, inclinaciones e intereses y direccionen una respuesta absolutamente personalizada. Se produce el efecto contrario a la democracia: se fragmenta el sujeto social y se centraliza el poder de control: autoridad fuerte, centralizada y no sometida a reglas; y el sujeto social fragmentado, híper-individualista y dependiente.
Hasta los momentos más personales de nuestro ocio y de nuestro tiempo libre se tornan, más que nunca, un tributo a las nuevas formas de renta capitalista dirigidas por estas grandes empresas. Y todo esto sin entrar a analizar los estímulos a la incomodidad, el desasosiego, la irritación y la animosidad que propagan las redes. Los cuales encuentran un terreno fértil de penetración, habida cuenta de que las condiciones de vida de una parte cada vez más relevante de nuestras sociedades se vuelven cada día más crueles. Y ello conduce a una solidaridad negativa, es decir, a no condolernos del dolor ajeno sino, por el contrario, sentir cierta satisfacción de que “al otro le vaya tan mal como a mí”, tema que han planteado en algunos de sus trabajos más recientes politólogos como el brasileño Rodrigo Nunes y el boliviano Álvaro García Lineras.
Esta circunstancia nos exige a los movimientos populares reflexionar sobre cuál es –más allá de que se trata de una tendencia que trasciende las fronteras nacionales– nuestra responsabilidad en que esta manera de relacionarse con el mundo, frívola, veleidosa e individualista, y también cargada de iracundia contra la política y el Estado, haya calado tan profundamente en una enorme porción de la sociedad. En el caso de la Argentina, la administración 2019-2023 no tuvo el coraje ni el temperamento necesarios para enfrentar a los intereses del privilegio en favor de los sectores populares, causando en ellos una profunda insatisfacción. Y esto resultó crucial para crear el marco de condiciones para la victoria de la experiencia ultra-derechista y neo-fascista, además de excéntrica, que estamos transitando.
En suma, no hay nada que sitúe a las personas tan cerca de la esclavitud y nos convierta tanto en mercancías como nuestro pasivo papel, en apariencia estelar, en las redes y plataformas sociales administradas por los grandes servidores monopólicos de la tecnología digital.
Es decir que la muy bien organizada y financiada propaganda occidental, recubierta con el ropaje de que son medios de comunicación, encumbra al capitalismo financiero trasnacional como el manto protector o el marco de referencia de valores tan apetecibles como la democracia y la libertad. Y demoniza a las diversas culturas que no están dispuestas a alinearse dentro de ese encuadre, como exponentes de la autocracia y el totalitarismo. Baste que China, Irán o Rusia pongan límites al libertinaje de las redes y plataformas occidentales para hacer caer sobre ellas todo el peso de la satanización. Cuestionar el papel de las mismas es, para Occidente, cercenar la libertad, como si sus redes representaran el reino de las personas libres y no digitadas de un poder vigilante centralizado. Y como si, además, no se multiplicara en ellas la censura ejercida respecto de personas o países cuyas ideas no encajan dentro de los parámetros por ellas impuestos.
Así, tenemos que para la propaganda occidental los Estados Unidos son la democracia y China, el autoritarismo, aunque su sistema político y de gobierno goce de una alta legitimidad y haya sido capaz de liberar de la pobreza a cientos de millones de seres humanos en las últimas décadas, como muestra un libro reciente sobre “La Democracia en China”, del CCC y compilado por autores como Mariano Ciafardini y Luis Wainer.
De todo esto se desprende una conclusión a los fines limitados de este trabajo. Es que Occidente, gobernado por el capital financiero trasnacional, no representa valores más altruistas que otras culturas, y mucho menos ostenta la legitimidad como para que desde el Sur Global le sea reconocida su proverbial pretensión de ser portador de valores universales.
Occidente, que entregó a la humanidad los dos acontecimientos éticamente más reprochables del siglo XX, como lo fueron el holocausto y la detonación de dos bombas atómicas, y que financió dictaduras, invadió países, asesinó líderes populares y bombardeó poblaciones enteras, no está en condiciones de erigirse en modelo de libertad, ni de democracia, ni de derechos humanos.
Los Estados Unidos no ratificaron la Convención Internacional contra la desaparición forzada, la Convención contra la discriminación de la Mujer, la Convención para la protección de los trabajadores migrantes y sus familias, la Convención sobre los Derechos del Niño, de las Personas con Discapacidad. Tampoco firmaron el Protocolo contra la Tortura, ni la creación de la Corte Penal Internacional, ni el Protocolo de Kioto sobre el Cambio Climático, ni la Convención sobre Derecho del Mar, ni los Tratados sobre Comercio de Armas y Prohibición de Armas nucleares entre tantos otros.
El mentado “orden internacional basado en reglas” no existe. Desde el lugar descripto, los Estados Unidos no poseen autoridad alguna para ser la mesa examinadora de nuestros sistemas políticos. Sistemas políticos y electorales que cada uno de nuestros países de América edifica trabajosamente a lo largo de su historia, nutridos de nuestras propias raíces culturales, tradiciones, procesos históricos y luchas sociales.
El gobierno de las corporaciones
Estamos frente a un pequeño manojo de corporaciones trasnacionales dedicadas a la especulación financiera, al negocio del armamento, del comercio electrónico, de los medicamentos, alimentos, semillas y fertilizantes, con el telón de fondo de los grandes servidores digitales, de los cuales buena parte de la población mundial ha pasado a depender estrechamente para realizar su vida cotidiana. Todo lo cual requiere un profundo disciplinamiento social de modo de que ninguna anomalía altere el normal funcionamiento del sistema.
Las cláusulas que reconocen la competencia de árbitros y/o tribunales internacionales (prórroga de la jurisdicción nacional) que imponen ciertos tratados de inversión y determinados contratos internacionales, implican desde ya una merma de la soberanía estatal. Los “mercados”, palabra con la que se suele sintetizar la presencia de estos grandes grupos privados, van ocupando un espacio cada vez mayor en el ámbito del servicio de justicia que originalmente debe prestar el Estado. Un clásico ejemplo de esto es la sentencia de la jueza federal de Nueva York, Loretta Preska, que condenó al gobierno argentino a abonar aproximadamente 16.000 millones de dólares por una falta en la expropiación de YPF en 2012, a favor del fondo de inversión Burford Capital. Este fondo no es el accionista supuestamente desfavorecido por aquella operación, sino quien compró los derechos de litigar al grupo Ezquenazi, que era el accionista directo.
Este mismo mecanismo se está trasladando a juicios menores, e incluso a controversias particulares, con el pretexto de simplificar y agilizar la acción judicial. Con inmediatez, el grupo privado repara en términos estrictamente cuantitativos el gravamen sufrido por una persona particular, y adquiere a cambio todos los derechos para ser él quien acuda al servicio de justicia, beneficiándose de moras, intereses, costas, daños morales, etc., gracias a su capacidad de sostener los juicios durante el tiempo que estos demanden. Capacidad que un ciudadano o ciudadana común resignan, debido a su urgencia en obtener el resarcimiento.
En definitiva, el servicio estatal de justicia, acuciado por la falta de presupuesto, funciona lentamente en perjuicio de los particulares de menores ingresos, y estos se benefician por la celeridad de la reparación que les otorga el grupo privado. Pero el trasfondo es que el Estado –que en muchos casos ya está a merced de los grupos privados a través del comportamiento del poder administrador y del poder legislativo– cede también su terreno al mercado en el campo del poder judicial.
La subordinación de lo público al capital privado concentrado comprende prácticamente a todos los campos de la vida moderna. Desde una pasión popular como el fútbol, que relega cada vez más su naturaleza lúdica y deportiva, para someterse a los dictados de la industria del marketing, la televisión, la indumentaria, el merchandising y las empresas de apuestas, hasta los debates presidenciales que han elegido someterse a los tiempos y las formas televisivas y no a lo que las y los ciudadanos necesitan escuchar y entender, pasando por todos los rubros intermedios. Todo lo cual confirma la tendencia a la gobernanza privada en remplazo de la autoridad pública en el universo del capitalismo financiero.
La reconfiguración del orden internacional
Llámese con el nombre de Occidente, Norte global, eje nor-atlántico o anglosajón, el capitalismo financiero globalizado está perdiendo la batalla por la hegemonía frente a los países emergentes que representan un modelo alternativo. Ya no hay una distancia estructural entre el PBI total del G-7 respecto de la asociación de países denominada BRICS. Pero además, ésta aventaja a las potencias nor-atlánticas respecto de la producción y exportación de hidrocarburos, del establecimiento de fuentes de energías renovables y de tecnologías no contaminantes, de las nuevas tecnologías digitales, del registro de patentes y derechos de propiedad intelectual, de la graduación de profesionales de las ciencias duras, de la fabricación de nuevos materiales, del uso de las nuevas tecnologías, de la fabricación de trenes de alta velocidad y de automóviles guiados por energías limpias, de la firma de acuerdos comerciales y de inversión, tal como nos muestran María José Haro Sly y Santiago Llaudat su su libro “Lecciones de China en política científica y tecnológica”, con artículos de, entre otros, Gabriel Merino.
Al mismo tiempo, los BRICS conforman nuevas instituciones financieras, de cooperación y desarrollo. Y van adquiriendo paulatinamente, en particular en los casos de China y Rusia, en menor medida Irán y Egipto y en algunos casos Brasil, una mayor capacidad que las potencias occidentales para inducir a la estabilización política y social de áreas cada vez mayores de Medio Oriente, África y Asia Central. Y, como se señala más arriba, se reduce en paralelo la utilización del dólar en los contratos del comercio internacional, a expensas de las monedas locales.
El gobernante que no admita esta tendencia estará condenado a la frustración y será responsable del fracaso de su pueblo.