Por qué son complejas las transiciones y las sucesiones políticas en América Latina

La alternancia como indicador de calidad democrática y otros mitos.

Quién no desea vivir en un sistema institucional estable y eficaz, que no dependa de liderazgos providenciales, sino de un esquema previsible de toma de decisiones, y donde esté garantizada su continuidad más allá de circunstanciales acontecimientos críticos.

Pero, en realidad, pertenecemos a la condición humana, con sus aciertos y errores, y por lo tanto vivimos en sociedades imperfectas. Además, la vastedad cultural, la diversidad de religiones, costumbres milenarias y órdenes normativos que pueblan el planeta tornan imposible la existencia de un orden social y de un sistema político válido para todas esas culturas y tradiciones, y cada pueblo lo construye según sus propias raíces, sus propias luchas, su propia historia. 

La primera conclusión de esta breve introducción es que ninguna nación, por poderosa que sea y más allá de sus pretensiones, puede erigirse como una suerte de oficina de fiscalización de la calidad democrática e institucional de otros estados, como si asumiera una tarea evangelizadora del resto de la humanidad. 

Es cierto que hay sistemas más estables y más inestables, pero eso no justifica la imposición ni la injerencia, en todo caso sí la conversación paciente y pacífica y la persuasión.

Todo esto está dicho para afirmar categóricamente que nadie tiene que indicarle a ningún país de América Latina y el Caribe cuál ni cómo debe ser su sistema político, su forma de gobierno ni sus reglas electorales. Nadie, ni Europa occidental ni los Estados Unidos, que conforman la matriz ideológica de nuestro universo académico y han sentado las bases de nuestra epistemología política. 

De esa matriz, forjada en la Ilustración que nació con la modernidad renacentista y alcanzó su apogeo con la Revolución Francesa, surge no sólo la idea de la democracia actual, sino también de varios de los mitos que la acompañan. Una democracia, por otra parte, cuya etimología significa “gobierno del pueblo” y se la adjetiva como “representativa”, cuando, en verdad, nuestros pueblos cada vez en forma más creciente no se sienten representados por ella.

En este artículo tomaremos sólo un par de esos mitos para desmenuzarlos brevemente, tratando de desentrañar si son legítimos, o si su función no es otra que consolidar el imperium de los poderes establecidos. 

El mito de la alternancia

El primero de ellos es el requisito de la llamada “alternancia”, como sinónimo de salud democrática, y que se encuentra plasmada en nuestros ordenamientos constitucionales en cumplimiento del principio republicano de la “periodicidad de los mandatos”.

Es cierto que las viejas monarquías eran la expresión de un régimen que abusaba del poder concentrado y vitalicio y que los integrantes de la sociedad civil se relacionaban con ellas bajo la condición de súbditos y no de ciudadanía. También, que la periodicidad de los mandatos de las autoridades elegidas pasó, inobjetablemente, a atemperar aquellas tropelías. Pero precisamente, por esa misma justificación, la rotación de los gobernantes es un atributo del pueblo y es éste, como depositario último de la legitimidad del poder, el encargado de establecer su duración, sus límites y demás características. 

Dicho esto, debería ser el Pueblo el que exprese su apoyo o su rechazo con el voto, y no un estatuto que en la mayoría de los casos responde a realidades del pasado remoto, quien decida la cantidad de años que una persona legítimamente elegida puede permanecer en el gobierno. 

En una primera impresión, si uno le preguntara a secas a cualquier persona en la calle, seguramente nos diría que la continuidad en el tiempo de un gobernante calificada peyorativamente como “perpetuación” o “eternización” en el poder es un rasgo de las democracias atrasadas de África o de América Latina, y no de las modernas democracias europeas. Ya que estas han construido para sí, en base a la citada epistemología de la colonización, un imaginario de pulcritud republicana. Sin embargo, los sistemas parlamentarios europeos no ponen otro límite temporal a la continuidad de los mandatos de sus jefes de gobierno, que aquel que impongan las circunstancias políticas. Y, además, al ser muchas de ellas monarquías constitucionales, han sabido preservar esa impronta simbólica del “ancien régime”.

En cambio, cuando Manuel Belgrano propuso al Congreso reunido en Tucumán en 1816 el rescate del imperio incaico como forma autóctona de gobierno, los trovadores de la democracia liberal europea lo ridiculizaron. Belgrano pugnaba por un modelo más respetuoso de nuestra sociología política (mucho antes de que la sociología surgiera como ciencia) y expresaba cabalmente el “pensamiento situado”, mucho antes de que ese concepto se acuñara como tal. 

Pero, volviendo a la alternancia, pensemos, más allá del juicio de valor que tenga cada uno, si Fidel Castro se podría haber sostenido al mando de la Revolución Cubana durante medio siglo de haberse sometido cada dos años a la renovación parcial de su parlamento. Pensemos también si China hubiera podido industrializarse y sacar al conjunto de su población de la pobreza bajo una democracia liberal al estilo de occidente.

En 1949 triunfaba la revolución de Mao en China y fundaba la actual República Popular, asumiendo el poder en una sociedad de alrededor de 500 millones de habitantes sumidos en la destrucción, la miseria, el hambre y el analfabetismo. En ese mismo año, Perón enunciaba el proyecto de Comunidad Organizada en el Congreso de Filosofía de Mendoza, se sancionaba la nueva Constitución con profundo contenido social, las mujeres se preparaban para emitir el sufragio y las industrias, las escuelas y los hospitales se multiplicaban a lo largo y a lo ancho de la Argentina. Resultaba mucho más interesante ser argentino que ser chino en 1949.

Desde ese momento en adelante se sucedieron en la República Popular China tres grandes liderazgos (Mao Zedong, Deng Xiaoping y Xi Jinping) junto con otros gobiernos como los de Hu Jintao y Jiang Zemin y las transiciones tras la muerte de Mao, y China ostenta hoy el mayor producto económico del mundo medido en poder de compra. Argentina, mientras tanto, tuvo 29 presidentes, muchos ilegítimos e ilegales, y todos sus indicadores económicos y sociales han declinado. Vaya los beneficios de la alternancia y la cortedad de los mandatos.           

Un ensayo de alternancia consensuada en América Latina fue el llamado Pacto de Puntofijo, firmado por los mayores partidos políticos de Venezuela en 1958, en pleno auge del petróleo. Por ese acuerdo, la coalición socialcristiana y la socialdemócrata se aseguraban mutuamente sucesivos períodos de gobierno sobre la base de una serie de compromisos fundamentales, lo cual garantizaría la estabilidad institucional y económica y la paz social. Con eso, el sistema venezolano se desconectó del encadenamiento de dictaduras que azotaron a la región durante los años 60’s y 70’s del siglo XX. No obstante, en uno de sus numerosos trabajos sobre América Latina, el historiador británico Perry Anderson afirma que en Venezuela no hizo falta recurrir a las dictaduras, porque era el propio acuerdo político el que garantizaba los intereses oligárquicos fundados en la riqueza del petróleo y la dependencia con EE.UU.; las utilidades de las grandes empresas extranjeras estaban aseguradas. Tal fue el desgaste social y el empobrecimiento del país al cabo de ese proceso, que legitimó la lucha de Hugo Chávez y afianzó su prestigio por haber sido quien denunció los estragos que el acuerdo había causado a la economía y al pueblo de su país.  

Finalmente propongo el ejercicio intelectual de imaginar una suerte de “mesa del poder real” en países como los de América Latina. Las sillas estarían reservadas entre otros al sector financiero, el sector exportador, el factor religioso, las grandes cadenas de medios, las cámaras empresariales y, seguramente, tendría una silla la embajada de los Estados Unidos. El Estado también tendría su silla. Ahora bien, apelando otra vez al hombre y la mujer de la calle, ¿cuál de todas esas sillas es la que, por definición, representa el interés general y no un interés corporativo? ¿Y cuál es la más desprestigiada? La respuesta para ambas preguntas es la misma: el Estado. ¿Cómo puede ser entonces que la única institución que, en caso de estar representada por un gobierno popular, expresa los intereses de los segmentos más indefensos de la sociedad, sea al mismo tiempo aquella a la cual una buena parte de estos sectores más detesta? ¿No estaremos una vez más ante las trampas culturales que nos tiende la democracia moderna de raíz eurocéntrica?

Y si esto no fuera suficiente, cabe una última especulación y dos preguntas. Cada uno de aquellos grupos corporativos sentados a la mesa del poder, ¿son portadores de políticas permanentes o transitorias en términos de cuál es su modelo de sociedad? La respuesta es: permanentes. ¿Sus autoridades son escrutadas por la sociedad cada cierto período de tiempo? No. 

¿No será entonces otra trampa que sólo la política sea la llamada a rotar luego de períodos muy cortos, de modo de impedirle que aplique políticas de largo plazo capaces de incidir en un cambio estructural de la matriz del poder real?  

Los liderazgos carismáticos y la dificultad en la sucesión

Este es otro de los mitos de la democracia liberal, acerca del cual encontramos tantas interpretaciones como personas que oficien de intérprete, por lo cual sólo me limitaré a dar mi opinión personal. 

Una vez más, estamos compelidos a abordar la realidad política latinoamericana en el marco de un contexto histórico y espacial. Es decir, tratando de romper lazos con nuestra dependencia cultural de la ciencia y la propaganda políticas emanadas de los tanques de ideas del Norte global. 

La América indo-hispana forjó su gesta emancipadora a partir del protagonismo de liderazgos prominentes durante tres siglos, desde los albores de la resistencia contra los conquistadores hasta la etapa de la modernización oligárquica en la segunda mitad del siglo XIX. El predominio cultural del liberalismo, simbolizado en la confrontación entre civilización y barbarie, fue el responsable de imponer la democracia burguesa de la Revolución Francesa de 1789 y la Constitución de los Estados Unidos como los modelos a seguir.

La división de poderes que se deriva de ella fue fundamental para morigerar los abusos de poder de las antiguas monarquías, pero la evolución del capitalismo desde aquellos inicios hasta nuestros días señala claramente que los abusos de poder hoy ya no provienen de Estados cada vez más débiles, sino de la concentración financiera. La democracia representativa, tal como está y sin nuevos mecanismos de poder popular, ya no representa. 

Esta insatisfacción de nuestros pueblos con una democracia que no representa sus intereses explica la legitimidad y la fortaleza de los líderes y lideresas que gobernaron América del Sur durante los primeros tres lustros del siglo XXI. Y, más allá de sus propias deficiencias, era tal el poder establecido que debían enfrentar, que no alcanzaron a construir las estructuras políticas necesarias para garantizar la permanencia de sus objetivos, de modo que esas políticas trascendieran en el tiempo una vez llegado el atardecer de sus liderazgos.  

La fuerza de líderes como Hugo Chávez, Lula da Silva, Fernando Lugo, Rafael Correa, Evo Morales o Cristina Kirchner resultó ser al mismo tiempo la fuente de su legitimidad, y el cepo para el surgimiento de liderazgos sucesorios. Ni Lula, ni Correa, ni Evo ni Cristina transfirieron su representatividad a las personas a las que designaron para sucederlos.  

Tomando en cuenta la historia social y política del continente, nunca ha sido sencillo y tampoco lo es ahora, el diseño de una deseada arquitectura institucional que resulte idónea para consolidar el rumbo político trazado por los líderes. Pero, eso sí, me niego a creer que el modelo de tal diseño institucional pueda provenir de democracias tan decadentes como la de los Estados Unidos y Europa. 

Estados Unidos consolidó su democracia en paralelo a su posicionamiento como potencia industrial internacional, en un proceso que incluyó una guerra civil y cuatro (por ahora) magnicidios, además de un clima recurrente de violencia política. Y Europa, por su parte, lo hizo al cabo de las más cruentas guerras que hayan tenido lugar en los últimos siglos. Ninguna de las dos experiencias posee pergaminos como para erigirse en un paradigma para América Latina. 

Si hay algo que Europa puede exhibir como ejemplo de un período prolongado de estabilidad política se debe, más bien, al exitoso proceso de reconstrucción durante la segunda postguerra, a partir del sustantivo aporte de varios miles de millones de dólares provenientes de EE.UU., a través del Plan Marshall. Eso constituyó una sólida plataforma de desarrollo económico que convirtió a la parte occidental del continente en la región socialmente más cohesionada del planeta. Precisamente es esa cohesión social producto del desarrollo inclusivo lo que posibilitó la estabilidad, no una determinada arquitectura político-electoral.  

Si los fuertes liderazgos que encauzaron aquella recuperación, como los de Charles De Gaulle en Francia, Konrad Adenauer en Alemania o Winston Churchill en el Reino Unido, no fueran reemplazados por figuras de la misma jerarquía, y eso no generó inestabilidad política o institucional, respondió a la situación de bienestar económico y social, y no fue inherente al diseño de los propios sistemas político-electorales. Lo mismo podría decirse de la no repetición de liderazgos posteriores como los de Olof Palme, Willy Brandt, Jacques Chirac o Francois Miterrand. En definitiva, no se trata de una superioridad moral, intelectual, política o institucional de Europa occidental, sino al PBI per cápita del que gozó durante los años dorados de la integración. Tan es así, que cuando Europa decidió remplazar el paradigma social con el que había encarado su integración por el paradigma financiero, cundió la inestabilidad y la violencia. 

Insistiendo en la noción de que la alternancia no es por sí misma una señal de calidad democrática, y que tampoco lo son por sí mismos los mandatos cortos, tomemos el ejemplo de Mark Rutte, que fue el primer ministro de Países Bajos durante 14 años y 3 mandatos consecutivos (2010-2024). Rutte solía llegar al palacio de gobierno conduciendo su bicicleta por el centro de La Haya, como una clara señal de convivencia democrática, en un país, claro, que ostenta uno de los ingresos per cápita más altos del mundo. Sería casi imposible replicar esa conducta en países que se empobrecen día tras día a expensas de las ganancias extraordinarias de los grandes monopolios que arrebatan la soberanía política y económica del Estado. Es la pobreza, el desamparo, la desigualdad lo que induce a la inestabilidad y deslegitima los sistemas políticos, y no un determinado mecanismo electoral o institucional. 

No es que los europeos son capaces de dar continuidad a sus liderazgos y no así los latinoamericanos. Lo que tiene continuidad en el Norte global es una plataforma de desarrollo, en contraposición con el subdesarrollo del Sur. El subdesarrollo y la pobreza no se agotan sólo en la escasez de una remuneración al final de la jornada o del mes. La pobreza deteriora la relación entre los distintos sectores de la comunidad y resquebraja los tejidos productivos y las instituciones tanto públicas como privadas. Entonces, cuando todo esto ocurre, ¿cómo pedir a los países que lo padecen, que al mismo tiempo sean capaces de cimentar sistemas electorales o de instituciones en general libres de todo vicio u error, o una sucesión de los liderazgos colegiada y debidamente planificada? Con el PBI de Países Bajos nuestros líderes también llegarían en bicicleta a sus despachos, donde sólo tendrían que discutir alícuotas de una tasa para defender el medioambiente, o un contrato para proteger soberanamente nuestra biodiversidad o para garantizar de modo superlativo nuestra seguridad alimentaria. Y no, como sucede, lidiar con todas las injusticias y sufrimientos que la pobreza y el subdesarrollo deparan.  

Además, salvo pocas excepciones, los partidos políticos de Latinoamérica responden mucho más a una historia de luchas sociales emancipadoras que a las categorías ideológicas que enumera la ciencia política europea, elaboradas después de siglos de guerras interestatales o fratricidas. Porque, a la lucha de clases en la que abreva el litigio entre las corrientes marxistas y la burguesía europea, hubo que añadir los rasgos surgidos del mestizaje y las enormes luchas de resistencia al colonialismo. 

Una vez dicho todo esto, sí digamos, cometimos errores y tenemos déficit, pero dentro de ese contexto, porque si lo hacemos desconociendo todo esto parece que efectivamente fuéramos subhumanos, como nos calificaron desde la conquista, pasando por pensadores como John Locke, hasta filósofos como Kant y Hegel, aunque este último fuera ya contemporáneo de San Martín y Bolívar.

Mejoraremos, pero lo haremos a nuestro modo.

Democracia instrumental y democracia sustantiva

Un “bonus track” en cuanto a las trampas intelectuales de la democracia burguesa, que estamos viviendo en la Argentina: “hay que darle herramientas de gobernabilidad al presidente que fue legítimamente elegido”.

En primer lugar, en la región estamos en presencia de una polarización electoral entre modelos de autonomía política y desarrollo industrial versus modelos de dependencia financiera y exclusión social. Y aquellas personas que representan, ya sea social, sindical o parlamentariamente, a la oposición en nuestro país, no pueden defraudar a sus votantes apoyando al oficialismo, cuando se trata de proyectos tan antagónicos. 

Pero hay un segundo argumento tan o más importante. Nuestras democracias se apoyan en instituciones sustantivas e instrumentales. Entre las primeras, se cuenta el derecho al trabajo, la salud, la educación, la vivienda, a llevar una vida digna, recibir una cuota-parte de la renta de los recursos y de los bienes públicos, a tener rutas, conectividad, infraestructura, desarrollo. Entre las segundas están, por ejemplo, los plazos electorales. 

Estas últimas adquieren sentido en tanto se constituyan en instrumentos facilitadores de las primeras. Pero si un proyecto político destruye las primeras, ¿cuál es el fundamento intrínsecamente democrático que obliga a preservar las segundas? La cuchara y el tenedor ayudan a la ingestión del alimento. ¿Pero de qué sirven si éste falta? Entonces, lo que la verdadera democracia y no el mito nos llama a defender es el alimento, no el cubierto. El comportamiento antidemocrático es el de quien, por más votado que haya sido en su momento, destruye las instituciones básicas y fundamentales de la democracia. No quien lucha para crear en el pueblo la conciencia crítica de que éste debe movilizarse pacíficamente para un recambio político. 

Reitero, siempre y cuando sea el pueblo, movilizado a partir de su conciencia crítica, su organización y su afán de protagonismo, el sujeto que restituya la legitimidad democrática perdida. Y no una élite de poder oligárquico.    

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