Ruanda y la RDC: un conflicto larguísimo y fuera del radar internacional

El rol de la minería y la miseria occidental en otra guerra latente en el centro de África.

 La situación de conflicto armado actual en la región limítrofe de la República Democrática del Congo (RDC) con Ruanda no es una novedad, sino un nuevo episodio inscripto en una larga historia de violencia abierta. Esta se puede rastrear a comienzos de la década de 1990 debido al declive político del gobierno de Mobutu Sese Seko (sumado al deterioro de su salud) en el Congo y al estallido de la guerra civil en Ruanda, una situación que se agravó sensiblemente con el inicio del genocidio de los tutsi de 1994 y sus secuelas.  

El genocidio de Ruanda –que se desarrolló entre abril y julio de 1994– significó el fin de un statu quo en la región de los grandes lagos, que había durado unos treinta años. Desde tiempos de las independencias, la RDC (o Zaire, como era su nombre oficial en esa época), con sus 2.400.000 km2, era el país dominante en la región. Gobernada por la implacable mano del presidente Mobutu, era el gendarme interno y de toda la región. Su vecino Ruanda, con sus apenas 26.000 km2, era un modelo para la comunidad internacional. Era un paraíso natural con sus hermosos parques nacionales, donde turistas occidentales podían hacer costosos safaris para ver gorilas en su hábitat natural, con un gobierno que mantenía a raya a su población. Esta situación aparentemente feliz y pacífica se quebró con la invasión desde Uganda del Frente Patriótico Ruandés (FPR). Esta poderosa organización política y militar estaba formada por exiliados e hijos de exiliados ruandeses –mayoritariamente tutsis– que habían abandonado el país por las sucesivas oleadas de persecuciones y matanzas masivas por su condición de pertenencia a una minoría, llevadas adelante por los gobiernos independientes de la mayoría hutu. 

Para terminar con la guerra civil, se iniciaron negociaciones para alcanzar un cambio en la Constitución y para lograr una integración de los grupos históricamente relegados del poder político en la etapa poscolonial. Frente a estas tratativas, grupos radicalizados hutus consideraron que había una traición a la población mayoritaria del país, desempolvaron una vieja fantasía que sostenía que los tutsis eran extranjeros y comenzaron a presentarlos como “cucarachas”. La operación de desprestigio estaba en marcha y la “solución final” se presentó como la única opción para restaurar un orden quebrado.

En un país que contaba con 6 millones de habitantes, se estima que 800 mil personas de todas las edades murieron asesinadas en manos de sus vecinos en un breve periodo de tres meses. Es un genocidio particular por la rapidez y la intensidad, pero también porque hay que señalar las pocas diferencias que había entre ambos grupos: la población identificada como tutsi era una minoría que no superaba el 15% de la población total, compartía el mismo idioma y la misma religión que la mayoría hutu y el índice de casamientos entre personas de ambos grupos era de un 30% del total. 

Al menos dos millones de personas huyeron de las masacres tomando un camino hacia el Este, cruzando por la ciudad de Goma, en el norte del lago Kivu. Buscaron refugio en las poblaciones de habla kinyarwanda asentadas en la región oriental del Zaire/RDC. Conocidas como banyamulenge, se habían conformado a partir de migraciones seculares y continuas desde Ruanda. Entre quienes huían había un porcentaje bajo (se estima que menos de 10%) de perpetradores del genocidio. 

Frente a una situación gravísima como la que se está describiendo, la reacción internacional fue miserable. El papel desempeñado por Francia de apoyo a quienes cometieron el genocidio y en los años sucesivos sigue estando en debate. No por nada el presidente Emmanuel Macron aceptó públicamente las “responsabilidades” de su país en las masacres –aunque sin pedir perdón– y sostuvo que Francia y sus aliados occidentales y africanos “no tuvieron la voluntad de frenar” el genocidio.  El Consejo de Seguridad de la ONU tardó en actuar, permitiendo que en los campos de refugiados se volvieran a formar milicias y grupos armados, ya no solo sobre clivajes étnicos, sino también nacionales. 

Esta grave situación provocó dos guerras posteriores entre Zaire/DRC y Ruanda y podría provocar el estallido de una tercera. La primera guerra se desarrolló entre 1996 y 1997. En ella, tropas de Uganda y de Ruanda invadieron el Este del Congo con el argumento de buscar a los perpetradores escapados. Así, ambos países apoyaron la caída de Mobutu (por eso también es conocida como guerra de liberación) y el ascenso de Laurent Kabila. Kabila se convirtió en presidente del país y poco después, con nuevas alianzas con Angola y Zimbabwe, echó a sus aliados por temor a que anexaran las zonas orientales del Zaire/RDC que son sumamente ricas en diamantes, cobre y coltán. 

Conocida como “Guerra mundial africana”, en 1998 comenzó una segunda guerra, de la que participaron nueve países africanos. La ruptura de Kabila con sus antiguos aliados está en el origen, pero además es central la cuestión del acceso a las explotaciones mineras y las implicancias geopolíticas. Ruanda, por denunciar su complicidad con el genocidio a los tutsis, se alejó de Francia y comenzó acercamientos con Gran Bretaña que llevó al gobierno de Kigali a unirse al Commomwealth británico y a adoptar al inglés como lengua oficial.   

La Guerra duró hasta 2003, cuando se firmaron acuerdos de paz en Sudáfrica. Dos años antes, Laurent Kabila había sido asesinado en su casa en un episodio nunca aclarado por completo. Lo sucedió su hijo Joseph, quien aceptó formar un gobierno de transición para terminar con el conflicto abierto. Tras el triunfo en las urnas de Kabila hijo en 2006, comenzó una etapa de cooperación con Ruanda para aplacar la acción de las bandas armadas que pervivían en la zona limítrofe. 

Kabila hijo ganó por segunda vez la presidencia en 2011. Contra todo pronóstico, en las elecciones de 2018 no se presentó por un tercer mandato. Por primera vez en el país, cambió el signo político del gobierno en comicios generales. Ganó su rival, Félix Tshisekedi, hijo del histórico opositor a Mobutu. Su política hacia la región fue de distensión, firmando acuerdos políticos y económicos con Ruanda y otros países limítrofes. Con 70% de los votos, en enero de 2024 asumió su segunda presidencia.  

Por el lado de Ruanda, el líder del FPR, Paul Kagame, continúa en el gobierno desde 2000. Con un férreo control sobre su población y con represión sobre la oposición, volverá a presentarse a elecciones en julio de este año, por un nuevo periodo presidencial. La voz de Ruanda hoy día es poderosa en el continente. Se lo considera un modelo a seguir. Aún con altos niveles de pobreza, tiene una economía pujante, centrada en el sector servicios. Sus fuerzas armadas son modernas (con armamento de diversas procedencias, sudafricano, francés e israelí) y con participación en numerosas operaciones de paz en toda África.    

Hace unos años el conflicto abierto se reavivó y es muy fuerte en la actualidad. Los principales grupos rebeldes actuantes son el FRDL, con apoyo de Congo y el M23, liderado por congoleños de origen tutsi. Este último cuenta con apoyo de Ruanda y logró controlar el acceso al importante paso de Goma, sin que el ejército regular de la RDC lo pudiera contener. Ambos grupos rebeldes tienen protección de empresas de seguridad privadas ligadas a las explotaciones mineras.  

Hay muchos grupos e intereses africanos y extranjeros que pueden hacer que la situación empeore en el futuro próximo. Debido al descrédito por el pobre resultado alcanzado, las tropas de paz de la ONU de la operación MONUSCO –con 14 bases y unos 15 mil cascos azules– comenzaron la retirada decidida por el Consejo de Seguridad después de permanecer en la zona por veinticinco años. La Comunidad de Estados del África Oriental envío tropas y actualmente hay soldados de la Comunidad de Desarrollo del África meridional. 

Igualmente no se puede dejar de lado que hay conversaciones auspiciosas lideradas por dirigentes africanos como los presidentes de Angola y de Sudáfrica, João Lourenço y Cyril Ramaphosa respectivamente. Pero que aún no han encontrado una salida que logre la estabilidad política que permita una vida mejor para los más de siete millones de desplazados y evite una nueva guerra regional en África.  

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