Del doble estándar en favor de los poderosos a su rol a construir en el nuevo orden mundial.
Por Fabio Marcelli (*)
La institución de la Corte Penal Internacional, ocurrida hace aproximadamente veinticinco años en Roma, fue saludada, de manera exageradamente enfática, como el prólogo de una nueva era de justicia para la comunidad internacional. Sin embargo, en los años siguientes se registró un fracaso sustancial de esa hipótesis. En esencia, la Corte se limitó a ocuparse de África, dando a muchos —entre ellos, varios Estados africanos— la impresión de constituir, en realidad, una institución de carácter en muchos aspectos neocolonial. La prueba de la limitación de este enfoque fue el rechazo de la Corte a ocuparse de los crímenes presuntamente cometidos por Tony Blair durante la segunda guerra de Irak. De este modo, a juicio de sus críticos, la Corte se habría doblegado inexcusablemente a lógicas de subordinación al poder occidental. Otro elemento fuertemente sospechoso lo constituyó durante largo tiempo la reticencia a sentar en el banquillo al régimen israelí, aunque esta actitud podía justificarse, en el plano jurídico, por la ausencia de estatalidad de Palestina.
Agotados relativamente pronto los piadosos deseos de los comienzos, la Corte se fue arrastrando, desde la segunda guerra de Irak hasta tiempos relativamente recientes, sin dar vida a actividades dignas de mención y continuando a ocuparse, sobre todo, de caudillos de la guerra africanos, lo cual generó así numerosas críticas e indujo a algunos Estados africanos a abandonarla. Eso fortaleció de forma cada vez más convencida y explícita las acusaciones de neocolonialismo.
La decisión adoptada por la fiscal Fatma Bensouda, y confirmada por la Corte, de poner finalmente a Israel en el banquillo de los acusados, marcó sin embargo, en ciertos aspectos, el inicio de una nueva fase, caracterizada por el comienzo de una campaña de represalias y descrédito, por parte, obviamente, del propio Israel y de su principal protector, los Estados Unidos.
Al suceder a Fatma Bensouda, el nuevo fiscal Karim Khan intentó de algún modo dar al tribunal un rostro más tranquilizador para las potencias occidentales, y procedió a formular una imputación y luego a emitir una orden de arresto contra el presidente ruso Vladimir Putin, por un episodio, en el fondo menor, relacionado con la invasión de Ucrania: el presunto secuestro de niños ucranianos trasladados al territorio ruso. Una hipótesis de crimen poco convincente en sí misma y para nada equilibrada por una adecuada consideración de los crímenes cometidos en el Donbass, a partir de 2014, por militares y paramilitares ucranianos.
No se puede, sin embargo, afirmar que este intento de western washing haya tenido éxito, tanto más cuanto que, más recientemente, la escena del crimen internacional estaba ocupada por el genocidio de la población palestina, emprendido a gran escala por el gobierno de Benjamín Netanyahu a partir del 7 de octubre de 2023. Quizás tomado por sorpresa, el fiscal Khan —que hasta entonces no había brillado precisamente por su espíritu de iniciativa en dar ulterior curso al procedimiento iniciado por Fatma Bensouda—, después de haber realizado una misión in situ durante la cual dio claramente la impresión de atribuir mayor importancia a los crímenes de Hamas que a los de Israel, decidió finalmente emitir, en noviembre de 2024, órdenes de arresto contra Netanyahu y el exministro de Defensa israelí Yoav Gallant, si bien acompañadas de otras contra tres dirigentes de Hamas, todos ellos asesinados por Israel en esos días o poco después.
Se trató de un giro de notable importancia y completamente inesperado. Sus causas parecen residir en la necesidad de hacer frente a la competencia de la Corte Internacional de Justicia, que entretanto había sido investida, en noviembre de 2023, de la causa contra Israel por genocidio, presentada por Sudáfrica, y autora del importante Dictamen sobre las consecuencias jurídicas de la ocupación de los Territorios Palestinos por parte de Israel, emitido el 19 de julio de 2024 a solicitud de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Pero, sobre todo, y de manera más general, en la clara y difundida sensación de que, si no actuaba de modo decidido y rápido frente a los crímenes israelíes, la Corte habría decretado definitivamente su propio suicidio.
De ello derivó una nueva fase de agresión contra el tribunal internacional por parte de Israel y de Estados Unidos, ciertamente facilitada por el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. El desprecio por el derecho y el odio hacia los jueces constituyen, por lo demás, características eminentes del nuevo autoritarismo parafascista emergente, que tiene precisamente en Trump a su numen tutelar.
Esto comporta, sin duda, nuevas y más agudas dificultades para los Estados —en particular para aquellos hegemonizados por la potencia guía de Occidente— en sus relaciones con la Corte.
Bastante ejemplar, en este sentido, es el caso de Italia, autodenominada cuna del derecho y uno de los principales promotores, en su momento, de la creación de la Corte, que justamente en Roma vio la luz en su conferencia fundacional de 1998.
Hoy Italia no solo se muestra extremadamente reticente a ejecutar las órdenes de arresto contra Netanyahu y Gallant (baste citar las hipócritas declaraciones del ministro de Asuntos Exteriores Antonio Tajani y, más recientemente, la negativa de las autoridades competentes a revelar la información en su poder relativa al presunto tránsito aéreo de Netanyahu sobre el espacio italiano con ocasión de su visita a Nueva York para intervenir ante la Asamblea General de las Naciones Unidas), sino que ha abierto un nuevo frente de hostilidad con la Corte al no ejecutar la orden de arresto emitida contra el jefe de ciertas milicias libias, Osama Almasri, acusado de crímenes de lesa humanidad, cuando este se encontraba en territorio italiano, permitiéndole incluso regresar a Libia (donde sí fue apresado, pero por razones aparentemente internas) en un vuelo de Estado italiano.
Tal evidente violación de las normas internacionales determinó la apertura de un procedimiento penal contra varios ministros por parte de la Fiscalía de Roma (pronto archivado por la mayoría parlamentaria de derecha) y la acusación formal de Italia ante la Asamblea de los Estados Partes y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por violación de las obligaciones internacionales derivadas del Estatuto de la Corte.
¿Estamos, por tanto, ante el inevitable ocaso de la Corte Penal Internacional, arrasada por la nueva actitud antijurídica y contraria al Estado de derecho inducida por Trump y por quienes lo imitan?
Quizás sea pronto para decirlo. Quien escribe promovió en su momento la acusación contra el presidente chileno Sebastián Piñera por los abusos y crímenes vinculados a la represión del llamado estallido social (en colaboración, entre otros, con el recordado jurista argentino Beinusz Szmukler y el presidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, Carlos Margotta), y más recientemente, junto con una cincuentena de juristas y personalidades del mundo de la cultura y de la política, la denuncia contra la presidenta del Consejo italiano, Giorgia Meloni, el ministro Tajani, el ministro de Defensa Guido Crosetto y el director ejecutivo de la empresa de armamentos Leonardo S.p.A., Roberto Cingolani, por complicidad en el genocidio de la población palestina, conforme al artículo III, letra e), de la Convención de las Naciones Unidas de 1948 sobre el genocidio.
Estoy, por tanto, convencido de que, a pesar de sus limitaciones, la Corte puede continuar desempeñando una importante función, tanto de tribuna internacional como de estímulo y ejemplo para las jurisdicciones internas. Otra cuestión, que no abordaré aquí, es la del papel que una institución de este tipo deberá asumir en el contexto del nuevo orden internacional que es preciso construir, dentro del cual la justicia continuará siendo, obviamente, un problema y una necesidad fundamental.
(*) Fabio Marcelli reside en Italia y es copresidente del Centro de Investigación y Elaboración para la Democracia ( CRED) www.credgigi.org
