Urgencias

Meme de una carcunda global, Milei goza de la aceleración alienante mientras lo urgente se dilata.

Por Jorge Boccanera (*)

La tiranía del celular, un negocio abierto las 24 horas, ha llevado a lo que conocíamos como conversación –esa relación que implicaba un intercambio de ideas y emociones en forma espontánea- al espesor raquítico de los emoticones. De ahí, muchísima gente que ha quedado enfrascada en sí misma y, en el mejor de los casos, aferrada a la tabla del soliloquio que funciona en estos tiempos como un pulmón extra que permite aún respirar.

En el caldo de ese monólogo interior borbotean muchas preguntas. Arrojo esta: ¿cómo es posible que hoy, en un tiempo marcado por la inmediatez, no podamos leer las señales de vida? Mejor: ¿cómo se explica que en un mundo acelerado al extremo, no tengamos urgencias?

Estamos a mil, corremos para todos lados en una realidad signada por la prisa, pero pareciera que nada nos urge. De ahí que pase de mano en mano una frase hecha de sílabas de ceniza que alude al desánimo en relación con una respuesta popular a los desmanes del poder: “no hay reacción”. Pareciera que no podamos pasar la barrera de un reclamo más allá de lo sectorial (cada cual cuida su quintita) en un cuerpo social atomizado, frente a un gobierno como el de Javier Milei que día a día cumple puntualmente su tarea de desguazar nuestro sistema de educación y salud, ofertar nuestros recursos naturales, despedir a miles de trabajadores, desmantelar los organismos de derechos humanos, negar los crímenes de una dictadura que reivindican; todo ello mientras los incendios en la Patagonia –se dice que intencionales y con fines inmobiliarios- ya arrasaron casi quince mil hectáreas de bosques, casas, y la flora y la fauna.

Un atropello a cielo abierto. La manos del prestidigitador en el poder que nos bolsillea el alma para robarnos libertad, esa conciencia de la necesidad (Spinoza dixit), mientras caminamos mirando al suelo enfrascados en una libertad paupérrima (otra vez Spinoza). Así, el gobierno apura su programa de trastocar nuestra identidad con el argumento de estar dando una “batalla cultural” (eufemismo que nuestros medios “progresistas” repiten como loros, siendo que lo de Milei es una batalla gutural), para cambiar radicalmente nuestra diversidad, nuestras costumbres y todo aquello que nos singulariza, con un plan premeditado: el de formatear individuos que deambulen en un campamento de esclavos con la nariz pegada a la vidriera del consumo –cada uno con su celular, claro- complacidos de recibir su ración diaria de insulto y descalificación.

Duele decir entonces que desde el ámbito popular -salvo escasísimas excepciones- no se ve la urgencia en la mayoría de los dirigentes políticos y sindicales que ven pasar frente a sus ojos un país hambreado, al mismo tiempo que los súbditos de Conan destinan enormes sumas para aceitar el aparato represivo con sus RoboCop que dan palos a los jubilados y amenazan a todos los que piensen diferente. (Bah, a todos los que piensan).    

El tema entonces se resume en esa pregunta: ¿hay aceleración pero no hay urgencia? ¿Cómo se entiende? Fácil: “urgencia”, del latín urgens, viene del participio urgir, referido a lo apremiante, vale decir que alude a lo inaplazable. Interviene allí un nivel de conciencia y una atención que permite detectar las señales de lo perentorio. En suma, la urgencia va de la mano de la reflexión que visualiza una necesidad imperiosa.

La aceleración, en cambio, nada tiene que ver con el pensamiento, más bien tiende a borrarlo para poner en funcionamiento los impulsos; y sí tiene que ver con la velocidad que es, según los manuales básicos, el espacio recorrido por un móvil en la unidad de tiempo. Quizá para algunos que hacen dinero fácil les interese esa velocidad que viene del inglés antiguo sped y que alude a un término marketinero: éxito. En un libro por demás interesante, Fugas, de Daniel Calmels, cuyas páginas desmenuzan el momento que transitamos de “respuestas automatizadas”, señala el autor: “la rapidez es un valor que parece alcanzarse a costa de renunciar a la comunicación profunda, a la creatividad”. De una u otra forma, en la bolsa rota de la aceleración viaja la indiferencia, el individualismo, la frivolidad y el sálvese quien pueda.

Paso -y aquí me disculpo- de lo conceptual a lo autorreferencial. Nací en la década del 50 en un puerto, el de Ingeniero White en Bahía Blanca, uno de los de mayor calado del Cono Sur, según escuché alguna vez. Allí, el tránsito intenso de barcos de diversos países y marineros, pescadores e inmigrantes, me dio una idea de comunidad y diversidad. La vida era entonces apacible; salvo alguna gresca entre borrachos, lo cotidiano acontecía sin apuro. Pero cuando había inundaciones o se quemaba alguna de las casas típicas del pueblo, de madera y chapa, corríamos todos a socorrer a los damnificados; nos empujaba una urgencia para ayudarnos ante la adversidad. O sea, vivíamos una vida distendida, sin aceleración, pero atentos a lo apremiante. Sobraba conciencia en ese pueblo donde ocurrió una de las primeras matanzas de obreros de Argentina en junio de 1907, cuando la marinería reprimió a los remachadores del muelle, inermes, por reclamos de mejores condiciones de trabajo. 

Hoy vivimos confundidos, trastornados, por múltiples factores. Uno de ellos es, creo, la contaminación auditiva, el ruido blanco y el sonido incesante de las alarmas que a cada segundo nos aturden desde el celular, el despertador, las sirenas de la policías y las ambulancias, los dispositivos antirrobo, los altavoces, las bocinas de autos y camiones, las alarmas vecinales, el timbre de las casas y el pitido de los baby monitores para “vigilar” bebés. ¿Será que, entre otras muchas razones, el caos auditivo en que estamos sumergidos nos borra indicios de lo que nos está sucediendo? ¿No percibimos ya las señales que tenemos delante? ¿Vivimos, como dijo un poeta, con el presente aplastado en la cara?

Otra vez me disculpo por volver a algo autorreferencial. A inicios de 1970 trabé amistad con el poeta Roberto Santoro, que, al saber que íbamos a sacar una revista literaria un grupo de escritores jóvenes, me pasó unos poemas breves de su libro inédito No negociable.

“El Pelado”, como le llamaban a Santoro, que nos llevaba unos 15 años y tenía ya un largo camino recorrido como gestor cultural ligado siempre a actividades populares, era el líder del grupo “Barrilete”  y la publicación del mismo nombre, además de docente, autor de canciones, armador de juntadas con músicos y pintores, plomero, conocedor del tango, autor de la primera compilación de textos sobre fútbol (Literatura de la pelota), cofundador del sello editorial “Papeles de Buenos Aires” y de revistas murales. Tenía en ese entonces 35 años y había publicado nada menos que una veintena de libros. Era un poeta militante.

Era una época signada por el fervor de sus búsquedas estéticas y una urgencia que llevaba como mascarón de proa el tema de la “cuestión”, es decir, un asunto a resolver de forma inaplazable. Bastaría repasar  libros de esa época donde esa palabra ya pesa desde el título (Cuestiones con la vida de Humberto Costantini, Violìn y otras cuestiones de Juan Gelman, Cuestiones personales de Horacio Salas, entre otras). Vale decir, un término, “cuestión”, volcado a lo social en sus derivaciones: cuestionario, y más: cuestionamiento, interpelación. 

Algo del espíritu de esa generación quedó reflejado en los escritos de Santoro, sobre todo en su primer libro, Oficio desesperado, que también desde su nombre reenvía precisamente a una urgencia amasada entre la indignación y el deseo, el reclamo y la exigencia. Muchas décadas de nuestra historia llevaron esas marcas, en que la sociedad reaccionó contra una clase atornillada al poder mediante sucesivos golpes de estado: los de 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976, más coletazos y sublevaciones militares que se extendieron con los carapintadas hasta 1990.

Vuelvo a Santoro; el que escribió “mi patria está viva cuando escribo… inventaremos el amor con lo que queda/  es necesario buscar/ no perder tiempo”. En un bar céntrico el “Pelado” me entregó unos textos inéditos que iban a formar parte de su próximo libro, No negociable, corría 1974 y se adelantaba a hablar del tema de los desaparecidos en uno de los poemas que le publicamos “El gran bonete”. Allí escribe: “a mi país se le han perdido muchos habitantes…quién los tiene…yo señor?/ sí señor/ no señor/ pues entonces quién los tiene?”. El 1 de junio de 1977, Santoro fue  secuestrado por un grupo parapolicial, su cuerpo nunca fue encontrado. 

Hubo muchas épocas de nuestro devenir como país en las cuales distintos sectores sociales avizoraron las señales de grupos financieros y uniformados prestos a manejar una sociedad y disciplinarla, ese sometimiento venía, como siempre de esa bajada de línea que es meter miedo y reprimir. Pero hubo resistencia.

Hoy, ni podemos seguir a veces el hilo de una conversación, de una idea. Pienso en esa fibra, esa hebra que le permitió a un hombre justo como el mitológico Teseo entrar al laberinto del Minotauro y derrotarlo; un ovillo de hilo fue su modo de dejar pistas que le indicaran el sendero para salir.

Ahora esos hilos que formaron la trama de nuestra historia de luchas parecen haberse convertido a “redes” que nos tienen atrapados en sus mallas como pescados. Una maraña que nos impide reaccionar frente a un gobierno que nos empobrece y humilla cada día, con un presidente lumpen que odia a los trabajadores, cierra fábricas, alienta al dinero fácil llamando a invertir en “monedas basura” y ocupa el tiempo en insultar, viajar y autopromocionarse.

¿Seguiremos hundiéndonos como una sociedad acelerada y sin urgencias? 

*Jorge Boccanera tiene una extensa trayectoria como poeta con varios libros publicados entre 1973 y 2024, así como numerosos premios.. Es también crítico literario y periodista, rubro en el cual se ha destacado como  secretario de redacción de las revistas Crisis, de Argentina, Plural de México y Aportes, de Costa Rica, o como columnista de las agencias ANSA de Italia o Télam de Argentina.

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